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No me digas nada

“No está en las palabras, no tiene nada que ver con decirlo, con buscarle nombres. Dime que lo sientes, que no te lo explicas.” Julio Cortázar

 

El post-it amarillo adherido al monitor tenía anotado a boli: 01:08:24:36. Él lo debía haber escrito minutos antes de que yo llegara a la garita. Se acababa de marchar. Yo sólo sabía que se llamaba Marc. Él nunca me lo había dicho; lo supe porque el jefe en alguna ocasión me había gritado al teléfono que “estaba hasta los cojones del idiota de Marc”.

Rebobiné mentalmente nuestra sustanciosa y trascendente conversación. Siempre solía ser la misma. Apenas cruzábamos estas palabras:

  • ¿Qué tal el turno?

  • Bien. Te dejé café.

  • Vale. Gracias.

Cuando Marc se levantaba, me dejaba pasar con cierta caballerosidad por el pasillo que conducía hasta el puesto de mando. En ese momento, nuestros cuerpos no distaban más de 3 centímetros. Yo tenía que pegarme a él para cruzar, dándole la espalda, de tal modo que mi nuca quedaba descubierta a sus ojos por la cola de caballo que me coronaba la cabeza. En el trabajo siempre me recogía el cabello; era algo que daba seriedad a mi miserable puesto de auxiliar de seguridad.

Mientras le dejaba tras de mí, yo cerraba los ojos para aspirar su olor en el ambiente, mezcla de loción de afeitado y sudor; supongo que él podía respirar mi esencia a jabón de avena; yo no me echo colonia ni perfume; no me gusta edulcorar mi natural fragancia corporal. En cuestión de décimas de segundo, me aproximaba al sillón giratorio para sentarme, él cogía la chaqueta que tenía colgada sobre el perchero, abría la puerta de aluminio barato y cristal, y se marchaba.

  • Bueno, pues hasta mañana.

  • Venga. Que vaya bien.

Intercambiábamos frases tan cortas como tosidos, muy de colegas de trabajo. Siempre era así. Yo creo que eso le daba sentido a una relación tejida sin apenas palabras hacía unos meses. Nuestra sintonía era la del silencio: tenía la solidez de una roca, la seguridad de que esa iba a ser y sería nuestra única misma conversación, noche tras noche. Ese era el secreto. Los dos sabíamos que hablar destruiría una complicidad como la nuestra y manteníamos un pacto tácito de miradas y gestos. Lo nuestro era como un partido de tenis entre viejos conocidos, como una partida de cartas entre jugadores de toda la vida, como la huida acompasada de dos presos campo a través mirando al horizonte.

En cuanto mi compañero se iba, yo me apresuraba como una drogata a buscar en la cinta exactamente aquél momento mágico que nos unía, más allá de las palabras. Rastrear pulsando el “fast forward” era lo único apasionante que tenía mi trabajo. Y cuando digo lo único, es lo único.

Hacía unas semanas que había comenzado nuestro juego. Recuerdo que era sábado y el jefe me llamó para decirme que echara un vistazo a las cámaras del sótano 3, pues había un propietario que le había reclamado el visionado para saber si el golpe del retrovisor de su coche había tenido lugar en el parking. Un pesado, vamos. Así que comencé a revisar la cinta lentamente guiada por el código de tiempo que figura en la esquina superior derecha. El código de tiempo tiene normalmente 8 dígitos. Su forma es 00:00:00:00, que corresponde a horas:minutos:segundos:frames. Ese código controla mediante un reloj la ubicación en el tiempo de la película, de cada fotograma y así te permite localizar para visionar, editar o simplemente conocer datos de la ubicación que graban las cámaras. Leí que su origen estaba en el cine porque permitía la organización y localización del material de las películas según su longitud en pies y fotogramas y contar con un minutado para identificar la situación de cada toma. Era lo más tecnológico con lo que trabajábamos en nuestra profesión de seguratas sin armas ni titulación para llevarla.

Pues bien, cuando inicias turno, revisas con un ojo a toda velocidad las 12 horas anteriores, como si no te importaran, con el tedio de que todas las imágenes son iguales que las de los días pasados. Con el otro ojo vas echando un vistazo a las cámaras en abierto, en real, por si en un descuido, se te cuela algún caco a puentear un coche para robarlo. La verdad es que el trabajo no podía ser más aburrido…Bueno, dejó de ser aburrido ese día: cuando descubrí a mi compañero y lo que hacía durante su turno. Aquél día, todo cambió y de alguna manera, mi vida volvió a tener sentido.

En aquella ocasión repasé despacio la película hasta que encontré el momento en que Marc, muy al contrario de hacer la ronda por las distintas plantas, ¡estaba bailando en el sótano!, entre los coches aparcados, rodeando columnas con sus brazos y aprovechando las pendientes de las rampas del garaje para caer volando sobre sus pies. Me quedé boquiabierta. ¿Cómo era posible que los dos compartiéramos la misma pasión y lo descubriéramos de aquella forma tan, tan, tan mágica y subterránea? El Parking Universal se convertía en un peculiar escenario teatral donde mi compañero vigilante caminaba, brincaba y saltaba, con movimientos característicos de danza contemporánea.

Marc era un embustero, un embaucador…no era auxiliar de vigilancia y seguridad. Era el primer bailarín de la CSD (Compañía Subterránea de Danza), en busca de innovación, de creación de nuevas formas de movimiento. Se retorcía conectando con un mundo soterrado y oculto, de luces fluorescentes, de desconchones en los muretes, de goteras recogidas en cubos de plástico, de suelo duro y gris. Su cuerpo falto de estructura rígida, flexible, entrenado, estimulante, transgresor, era lo único que humanizaba aquel lugar amasado en cemento y hormigón, de paredes blancas con rayas rojas. Lo increíble es que no había música de fondo para acompañar su danza y sin embargo, se percibía un ritmo percusivo en sus movimientos que recordaba una pieza abstracta que derrocha pasión desenfrenada. La coreografía era improvisada pero de una técnica depuradísima. La estética era brutal.

Los buenos bailarines de danza contemporánea representan el estado espiritual a través de la actitud y los movimientos del cuerpo de un modo integral. Me explico: no sólo lo hacen con el rostro. Las piernas expresan fuerza, el torso y los brazos, simbolizan lo espiritual y emocional, y la cabeza, el cuello, el gesto, reflejan el estado mental. ¿Que por qué lo sé? Porque como Marc, yo también soy una embustera.

Ese trabajo de vigilante lo había conseguido hace unos meses porque mi primo conocía al dueño. El propietario del Parking Universal era un tipo curioso. Como no podía ser de otra manera, se llamaba Manolo. Calvo, seboso, con gafas de culo de botella, pantalón gris de franela con manchas a la altura de la bragueta, jersey azul marino o verde de pico, según el día y cara de mala leche. Tenía pinta de dormir poco, estar forrado y los sábados pegarse el lujazo de irse al club de la Carretera de Barcelona a que un par de dominicanas le hicieran lo que en casa no le hacía nadie.

Cogí el trabajo porque el baile no da para vivir. Ni las drogas; quiero decir, venderlas porque yo nunca he consumido. No me gusta depender de nadie ni de nada. Eso y que siempre he estado en buena forma física por la danza y nunca he tenido demasiada pasta para comer o beber en exceso. En resumen, por eso estaba allí, aletargando mi arte, adormeciendo mis ganas de seguir bailando, anestesiando el impulso vital artístico en pro del pragmatismo de un trabajo que pagara mis facturas.

Y después de justificarme frente a ustedes ya puedo explicar lo más importante; aquello que cambió mi vida. Esa misma tarde, después de comprobar que había otro delincuente artístico en el Parking Universal, preparé mi respuesta para las 15:12:53:22. Esa hora solía ser la de la siesta de domingo y normalmente no había mucho cliente que rondara por allí.

Así que algo después de comenzar mi turno, desplegué mis mayores encantos a través de la expresión corporal. Mi escuela era la de movimientos armoniosos, con postura equilibrada y natural como la de las estatuas griegas, combinada con torsiones, habilidad y fuerza carnal en proporción al tamaño de mis músculos (que no son exactamente los de Marc). En lo que sí coincidíamos, era en la improvisación y en el sentimiento integrado y espontáneo para la expresión musical a través del ritmo porque el cuerpo está perfectamente diseñado para ello. Lo mío era una mezcla de nervio, reflejos, desinhibición, dinamismo, sensibilidad y afinación.

Antes de que terminara mi turno, anoté en un post-it el código de tiempo para Marc. 15:12:53:22.

Él llegó calladamente, como siempre. Yo le saludé ignorándole amablemente, como siempre. Cruzamos las mismas frases. Le dejé el sillón, cogí mi chaqueta y me preparé para largarme, no sin antes comprobar de reojo que él se había percatado del post-it con el mensaje en clave de código. A partir de entonces, sería nuestro código, la forma de comunicarnos, de crear un universo compartido a 4 metros por debajo del nivel de la tierra. Desde aquél día, repetimos este ritual durante al menos un par de meses aunque ambos sabíamos que aquel escenario se nos iba a quedar pequeño.

Una buena noche, decidí asomar 30 minutos antes de que comenzara mi turno. Cuando Marc me vio entrar no se sorprendió. Cruzamos una mirada, él tomó mi mano, me condujo a la rampa de bajada a la planta sótano 3 y comenzamos a danzar como malditos, poseídos por la magia de la expresividad de nuestros cuerpos. Esa misma noche, aparcamos nuestras gorras y uniformes en la garita. La Compañía Subterránea de Danza acababa de nacer.


(*) Basado en el cortometraje TIME CODE premiado con la Palma de Oro al mejor corto en el Festival de Cannes, el Goya al mejor corto de ficción 2017 y nominado a los Oscar. Una joya.

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