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443 metros (*)

Imagina la escena, mi querido Edward. Ella se ha dejado caer en la cama como el que está cansado. Se encuentra casi desnuda. A unos metros, la maleta y el bolso de mano. Un vestido por estrenar yace sobre una butaca verde aterciopelada. Sus zapatos de tacón quedan abandonados sobre la moqueta y el sombrero que está encima de la cómoda parece querer perder el equilibrio y amenaza con lanzarse al vacío. Resulta todo tan inerte….

 

Es de noche porque la luz de la habitación es artificial. Supongo que hay un reloj de pared que devora los minutos y sentencia el paso del tiempo. Mientras, la mujer sigue esperando y no deja de releer aquel papel con el membrete del Servicio de Telégrafos neoyorkino. Siente el peso de su cuerpo sobre el mullido colchón, una humedad cálida en la piel y cierta paz en la habitación del hotel. Seguro que es el calor de aquella noche de primavera lo que le hace abrir el balcón de par en par. Entonces el visillo se contonea por efecto de la corriente, y se siente acompañada por las luces de la ciudad y algún que otro claxon.

Hacía 15 largos días desde la última vez que se habían visto. En aquella ocasión y como solía ser habitual, él la había acompañado a la Estación Central para su viaje de regreso a Albany. Estaba muy ilusionado con la inauguración. Lo había dejado todo en Boston dos años antes, para participar en aquel proyecto único en el mundo.

La llamó la misma mañana del domingo anterior, excitado y entusiasmado. Le dijo que preparara el vestido que le había regalado y sus mejores galas para meterlo en la maleta porque la necesitaba junto a él, aunque fuera a cierta distancia. Quería tenerla cerca el viernes por la noche, día del gran estreno arquitectónico.

Sentada en el borde de la cama, entre lectura y relectura del telegrama, recuerda lo ilusionado que estaba él al contarle los últimos acontecimientos. Nada menos que el Presidente Hoover iba a inaugurar el rascacielos, el más alto de la ciudad de Nueva York, apretando un interruptor desde la Casa Blanca y encendiendo las luces de la obra arquitectónica más apabullante que se había construido hasta la fecha. Y toda la alta sociedad de Manhattan iba a contemplarlo. A la mañana siguiente colocarían la guinda al pastel: una aguja de 65 metros, con una base diseñada como amarre para dirigibles que coronaría la cúspide de un monte urbano en la 5ª Avenida. Habría un antes y un después en la arquitectura contemporánea y el nombre de Jack Wolf figuraría por siempre entre los grandes diseñadores de edificios emblemáticos como William van Alen o Frank Lloyd Wright.

El edificio estaba situado en la intersección de la 5ª Avenida y la Calle 34 Oeste de la ciudad. Se trataba de un imponente edificio de 443 metros, levantado en 410 días, más de 100 pisos, 64 ascensores, 6.500 ventanas, 60.000 toneladas de acero y 1.860 pasos desde el nivel de la calle hasta el piso 102. …el Edificio Empire State; el rascacielos más alto del mundo.


- A él le llamaré Jack. Ella, de momento, no sé. ¿Me estás escuchando Edward?

- Sí, Josephine. Estate quieta. Eres la peor modelo que conozco, ¿sabes?

- Mala suerte, Eddie. ¿Quieres prestarme atención y dejar el boceto? Es importante que imagines la historia antes de pintarla.

- Está bien, Jo. ¿Quién me mandaría casarme con una “artista” como tú?

- ¿Es que no puedes estar ni un segundo sin pintar? Oh, Dios mío, dame paciencia. De acuerdo, prosigo. ¿Por dónde iba? Ah, sí.


Jack y ella se conocían desde la escuela secundaria aunque todo había comenzado hacía poco más de un año, desde el traslado de Jack a Nueva York. Una casualidad ferroviaria, como tantas otras, en la que ahora no viene al caso extenderse, reunió en un mismo vagón a dos seres destinados a amarse. Su pasión clandestina sobrevivía entre aquellas cuatro paredes del Hotel Carlton, en semanas alternas, siempre y cuando lo permitían los compromisos sociales. Los de Jack, claro. Porque Jack era el marido de una de las mujeres más notables, bellas y estilosas de aquella urbe, la mejor relaciones públicas del país y nada menos que sobrina del mismísimo Presidente Hoover. De ahí la idea del interruptor y que prendiera las luces del edificio. Ahondando en la herida, las malas lenguas decían que gracias a las “gracias de su mujer”, le habían encargado el proyecto.

Sin embargo, ella sabía que aquello no era del todo cierto. Eran los méritos de Jack como arquitecto los que le habían llevado a hacerse cargo de la misión más ambiciosa de los últimos tiempos porque sólo un hombre como Jack podía desafiar al mismo Dios. Dios entendía de naturaleza, de hombres, de pecados…pero no de cálculos de estructuras y hormigón armado; Jack conocía cada centímetro de ese coloso, había dibujado cada ángulo, había repasado una y mil veces cada detalle constructivo; eran diseño y obra suya y se enorgullecía. No era vanidad, era departir con Dios, hablarle de tú a Tú.

Ella le admiraba tanto… Jack era un hombre con ambición, talento y vocación. Había logrado convencer a todo un puñado de hombres de negocios para que apostaran por su sueño: el Empire State. Y el sueño no había sido precisamente barato: un presupuesto de 41 millones de dólares. El edificio más alto de los Estados Unidos y “el más costoso”, le repetían los accionistas de la General Motors. Y lo había conseguido a base de pasión, tesón y alarde. También gracias a su apoyo, o al menos era lo que Jack le decía a ella y ella no alcanzaba a entender del todo; ella se sentía ajena, fuera de todo ese mundo, era una simple maestra anónima de Instituto en Albany. Lo único que conectaba su ciudad con la metrópoli de Nueva York era el río Hudson. Ella…


- ¡Ella no tiene nombre todavía! Y una cosa es ser discreta y otra no tener nombre…creo que la llamaré Mary: es una chica sencilla, humilde y modesta. Se tiene que llamar Mary. ¿Te parece mi querido Edward?, ¿Edward? ¡Virgen Santa!, deja un minuto los pinceles.

- Sí, querida. Mary me parece bien. Por favor, coge el papel, míralo y mantén la postura mientras hablas. Puedes hacerlo. Lo sé.


Continúo: Mary no alcanzaba a entender cuál había sido el protagonismo en todo aquello de una profesora interina de Literatura del Instituto de secundaria de Albany. Ella dedicaba parte de sus horas a escribirle para darle aliento e insuflarle coraje cuando pensaba que el sueño se podía desvanecer ante las exigencias de financiación e inversión económica. Estaban en plena Depresión y aquello era mucho espacio para ocupar por oficinas de compañías inexistentes y pocos los inquilinos de altura interesados en establecerse en aquel lugar. Pero cuando se tiene voluntad, el ser humano se crece y es fuerte como un Titán. Así era Jack. Un hombre que caminaba con paso firme dando órdenes a los 25 capataces de obra entre las plantas de aquella mole de cemento y amasijos de acero. Jack sabía que era lo más grande que se había levantado y se aseguraba, inspeccionando cada detalle, de que no iba a caerse jamás.

Cuando paseaba con Mary por la 5ª Avenida, soportando la tentación de cogerla de la mano y besarla, se emocionaba al relatarle el ritmo frenético de construcción de cuatro pisos por semana, disfrutaba contándole el número de vigas que habían engarzado aquel día y cómo habían logrado anclarlas para que permanecieran así por siglos, esperando perpetuar su nombre en las páginas de Historia de la Humanidad.

Le decía: “Después de esto, nada me detendrá. El mundo entero admirará mi hazaña, la prensa reconocerá que es un edificio único, que soy el mejor arquitecto que existe; y tú y yo dejaremos de escondernos, seremos libres y cenaremos en ese romántico restaurante del West Side, como cualquier otra pareja de enamorados.”

Sin embargo, en la víspera de todo lo bueno, llega ese telegrama que le hace presentir que algo va mal. Está prácticamente segura de que algo sucede porque Jack nunca se había expresado de una manera tan escueta y enigmática:


“Querida Mary, me ha surgido un serio imprevisto. Intentaré solucionarlo. No me esperes levantada” Besos, Jack.

Después de eso, unas largas horas de espera que se le hacen eternas por no tener noticias de él. Mary, sola, perpetuamente sentada en aquella habitación, la habitación del anonimato, sobre una cama sin cómplice, que ahora le resulta enorme, fría e inhóspita. Hasta que el agotamiento le hace quedarse dormida, con el duermevela característico de los amantes inquietos por sueños interrumpidos a causa de cualquier ruido del pasillo de un gran hotel.

Amanece y suena el teléfono. Es ella. La otra. La legítima. La sobrinísima. Se presenta a través del auricular. Segura. Cortante. Fatídica.


- Hola. Soy Astrid Wolf. ¿Mary Hopper? (le he prestado nuestro apellido, Eddie). No volveréis a veros. Ya lo he hablado con Jack. Todo esto ha sido algo pasajero. Jack está de acuerdo. Te enviaré un cheque por las molestias. Desaparece de nuestra vida.

Y cuelga. Sin más.


Mary siente de pronto frío, mucho frío. Se apresura a buscar dentro de la maleta la preciosa bata que Jack le había regalado por su cumpleaños; de seda, con flores bordadas en el cuello. No la encuentra porque no la ha traído en el equipaje; recuerda que era Jack el que le iba a entregar el calor de sus brazos. Alza la vista y mira el balcón. No lo va a cerrar. El visillo sigue bailando, un poco como ella, por efecto de la corriente. Sin embargo, ya no le acompañan las luces de la ciudad ni los cláxones. Está más que casi desnuda y esta vez el tacto de las sábanas le hiere la piel; una piel que soporta en carne viva. Pese a todo, necesita volver a sentarse como el que se rinde y agarrar el telegrama para perder su mirada en el infinito de las letras telegrafiadas. Está pálida, percibe que su cuerpo se paraliza, que sus manos no reaccionan, que su sangre se coagula y no le llega al cerebro. No logra articular una palabra ni tampoco puede llorar aunque lo desee. Siente ganas de desvanecerse y perder el conocimiento. Todo aquello le parece algo irreal, desde la realidad de lo cotidiano, de lo ordinario; de las clásicas historias de todas las amantes dejadas, solas, presas de una habitación de hotel donde quedan sepultados los sueños.

Es ese preciso instante, Edward. Ese es el instante de la soledad. Es la caída al vacío desde los 443 metros del Empire el que está en esa habitación, en el rostro, en el cuerpo, en la postura, en el gesto de Mary. Es su último viaje. Y ese instante lo envuelve todo. Ese es el que debes pintar.


(*) En homenaje a Edward Hopper, pintor de instantes. Obra: “Habitación de Hotel”

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