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Acidez

...Hasta que esta mañana me despierto y me doy cuenta de que duermo abrazada a un gran limón. Abro los ojos y perpleja, observo: el limón reposa sobre la cama mostrando todo su esplendor. Tiene forma ovalada y un pezón sobresaliente de color verde del que cuelga una hoja más oscura. Su corteza es amarilla, de piel arrugada e irregular, sin embargo, al tacto es fresquito y agradable. Pese a que su acabado es brillante por el encerado sobre la piel, desprende un olor penetrante que me atrae de un modo animal. Debe pasar tiempo dándose lustre y puliendo sus contornos. Se nota que es un ejemplar de cítrico orgulloso de su cuerpo redondo y curvado. Se percibe por su forma de dormir: yace con la libertad de dar vueltas sobre las sábanas blancas para impregnarlas con su perfume a “citronella” o con el privilegio de presidir el platillo más alto del frutero de la casa. Le he dado un lengüetazo como tantas otras veces; por dentro sabe ácido y al besarlo me escuecen los labios. Ahora entiendo por qué a veces me los agrieta y me tengo que embadurnar con vaselina hasta los contornos de la boca. Otras veces, lo muerdo y pongo caras de asco o sorpresa. Esas son emociones básicas y ahora lo entiendo todo: el limón me procura ambas.

Me levanto de la cama deslizándome lentamente y sin hacer ruido, no sea que el limón despierte y acabe rodando hasta el extremo para chafarse contra el parquet. Me siento a contemplarlo desde la chaiselongue y empiezo a atar cabos. ¿Cómo no he podido saber que él era un limón? ¿Será cabrón? Qué calladito se lo tenía. Me culpo de lo idiota que soy y me recrimino no haber estado más atenta los últimos diez ¿años, meses, semanas, días?

Al poco tiempo de conocerle, de convivir con el que hoy es mi limón, el Doctor Puig me descubrió dos boquetes en el abdomen. Algo me había taladrado las paredes del estómago, lo que me ocasionaba unas punzadas dolorosas en la zona del vientre. El Doctor Puig decía que lo más probable es que se tratara de mi trabajo y el stress. Después de muchas pruebas y de ponerme del derecho y del revés en sentido literal, el Doctor Puig confirmó el diagnóstico y los males de mi cuerpo: varias úlceras en el estómago. El Doctor Puig, que es un médico muy creativo y aficionado a la acuarela, me explicó todo pintando sobre una hoja mi paisaje gastrointestinal. Las úlceras las dibujó de color negro. Al ser heridas internas a modo de llagas las pintó de color rojo para dotar de mayor realismo al bodegón visceral. En su dibujo parecían hasta personajillos amigables y simpáticos. El Doctor Puig me dijo que el cuerpo se autolesiona de la manera menos dañina posible para avisar, darte el alto y que le escuches. Todo esto me lo dijo sentado en la consulta, mirándome con gesto muy severo y estirándose las puntas del bigote estilo Dalí. Me conoce desde hace muchos años y cree que es mi segundo padre. Porque el primero se me fue hace tiempo.

Pero no quiero desviar la atención hacia cosas tan mías, tan de mis entresijos. La verdad es que no soy de estar pendiente de mi cuerpo, ni siquiera de mi alma. Las cosas como son. Además, yo en esos momentos estaba muy enamorada y cuando estoy muy enamorada, no suelo tener tiempo para nada más. Soy muy celosa de mi tiempo. Estoy centrada en el subidón y no me apetece ver más allá de mis propias narices. Ese suele ser todo mi horizonte: mis propias narices. Así que me acostumbré a mi úlcera. Incluso le cogí algo de cariño porque me hacía sentir más viva por dentro. Imaginaba las úlceras como los miembros de una plataforma antisistema que querían derrocar al aburguesado y conservador gobierno de mi cuerpo. Me erigí en la valerosa dueña de un estómago rebelde e indomable que reclamaba atención a todas horas y cuya acidez se calmaba tomando unas pastillonas grandes y blancas que sabían a rayos y tenían nombre de ánimax. La vida transcurría entre píldoras, dietas ligeras con verduras, filetes a la plancha, descafeinados y amor.

Hasta esta mañana. Hoy le observo y lo comprendo todo: él es un limón. Como he reconocido, yo no sabía que él era un limón, aunque se mostrara salado y maridara a la perfección con mis tequilas. Aunque según avanzaran las noches y se pararan los días y mis digestiones, se fuera dulcificando a base de Martinis y metiéndose en todos los recovecos de mi cuerpo: desde el paladar hasta mis intestinos. Mis amigos desde siempre me habían advertido de lo peligroso de las mezclas y realmente yo pensaba que no me podría hacer ningún daño pues la base siempre era la misma: el limón, con sus propiedades antioxidantes y radicales libres.

El caso es que ahora que lo he descubierto no dejo de pensar que es un fastidio porque salvo las úlceras, las contraindicaciones, las restricciones, las prohibiciones en las comidas, los sarpullidos, la caspa, el chirriar de mis dientes por las noches, el parpadeo o el temblor compulsivo cuando me enfada, todo, absolutamente todo lo demás, iba perfecto. Todo estaba bien.

Ahora me tendré que deshacer de él y habrá que hacer que parezca un accidente. No sé si con la licuadora o ahogándolo en una garrafa de orujo blanco, pero de algún modo tendré que acabar con esa acidez.

PELIGRO ÁCIDO

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