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Una noche con su Alma

“Alma mía: todos los latidos de mi enfermo corazón son para tí” (*)

 

Lo tenía casi todo armado. Siempre que me encargan un artículo, me documento durante al menos 2 semanas: una con alcohol y otra sin; una más lúcida y divertida y otra más pesada y aburrida. Esas dos semanas me sirven para encontrar la veta, escarbar la tierra, hallar la ansiada gema y pulirla para tener el reportaje listo, correcto y aparentemente sin demasiadas pretensiones, aunque deliberadamente atractivo, donde aportar algo más a lo ya sabido o ya “sabible”. Así trabajo yo. Pues bien. Esta vez, no lo estaba consiguiendo.

 

Intuía que algo no cuadraba mas no lograba saber de qué se trataba. Es lo que yo llamo “olfato”: hay algo que me huele mal pero no localizo el cadáver hasta días después. Soy lenta y perfeccionista aunque reconozco que me regodeo en ello y lo disfruto. Otros lo llamarían masoquismo.

Cierto es que esa peculiar manera de entender la profesión hacía que me contrataran para llenar tres o cuatro páginas de una revista cultural on-line dirigida a hipsters con gafas de pasta, intelectuales de postureo con pañuelo al cuello o mujeres ávidas de novedades y conocimiento, sin más. Ese era el perfil de nuestros lectores. Por un lado, jóvenes bohemios que sin tener bigote ni ser Larra, se mesan las barbas cualquier domingo por la tarde en un café tertulia urbano mientras aportan un enfoque distinto a la situación femenina del siglo XXI. Creativos o culturetas con las claves sobre las últimas conquistas sociales promovidas a través de la publicidad o féminas sin complejos que rompen las veces que haga falta el techo de cristal.

A lo que íbamos. El redactor jefe me había encargado escribir un reportaje sobre el compositor Gustav Mahler y su contribución a las generaciones venideras con ocasión del aniversario de su fallecimiento el 18 de Mayo de 1911. “Haz lo que te dé la gana, tú sabes de música.. pero engánchalo con la actualidad de nuestros lectores. Al accionista le encanta Mahler y hay que darle gusto con una buena publicación. Invéntate lo que sea ... pero conecta los puntos”. Menos mal que en eso yo era buena.

Y allí andaba yo, enfrentándome al “topicazo” de retratar a Mahler como un ser colérico y en constante aflicción, con sentimientos fatalistas, estado de ánimo egoísta y estéril, que rozaba la misantropía. El típico genio atormentado, enfermizo, neurótico. Una “rara avis” humana.

La verdad es que con dos semanas y cero presupuesto para dietas, tienes demasiado tiempo y poco dinero, lo que te impide viajar para documentarte. Así que llegas a la conclusión de siempre: viajas a través de la red de redes, en formato "low cost" y con la posverdad por detrás. Los profesionales del papel on-line lo tenemos claro: las cosas han cambiado. Opto por internet y acercarme a la Biblioteca Musical del Conde Duque, que queda muy bien pero no deja de ser una excusa, ya que se me había antojado alquilar un chelo y era el único modo de conseguirlo.

El caso es que después de mucho buscar, leer, copiar y maltratar al chelo, el tópico no acababa de conquistarme, a mis lectores “gafapastas” supuse que tampoco y menos al accionista mayoritario... que de tontos ninguno tiene ni un pelo. Había algo que no me terminaba de cuadrar entre las cartas de Mahler, esposa y familia, su música y la historia escrita por otros.

Durante mi primera semana de labor documental decido escuchar de la 1ª a la 5ª sinfonía completa y, en concreto y de modo ritual, como el que se toma diariamente las pastillas “para el riego”, los más de diez minutos del Adaggieto de la quinta. Un placer de Dioses. Durante la segunda semana sólo tengo oídos para escuchar de la 6ª a la inacabada 10ª sinfonía, deteniéndome en la 8ª, la última que dirigió, la mal llamada “Sinfonía de los Mil” (porque ni Mahler le puso ese nombre, ni son mil los participantes ni termina de ser una sinfonía aunque el propio Gustav se la colara a su editor como tal. Es mucho más; una ópera, misa para difuntos y sinfonía, todo eso es) y mi mente no deja de separarse de mi cabeza y me sigue diciendo que NO. La música es todavía más terca que mi mente y mi cabeza juntas, si cabe, y, ni corta ni perezosa, se dirige a mí para decirme que NO. Me indica educada y sutilmente que me vuelvo a equivocar.

Intento ponerme en mi sitio: nadie me paga para escuchar mi “in” o “sub” consciente. Nadie. Me atrevo a decir más. Ya nadie quiere escuchar y menos leer al “in” o “sub” consciente…salvo yo. Todo se centra en lo consciente, en el puro conocimiento que uno tenga y sea capaz de transmitir. Sin embargo, en un despiste que no confesaré si achaco a la semana uno o dos, la etílica o la abstemia, surge la discusión de nuevo entre mi mente y mi cabeza, en forma de mi inconsciente-subconsciente y, no obstante, mi más clarividente pensamiento:


“May T: Mahler no fue un ser colérico, fatalista y antipático. NO lo fue. Sigue buscando. NO te conformes con la posverdad. Recurre a la esencia, a lo eterno.”


Y como me suele suceder de cuándo en cuándo, una bombilla se ilumina sobre mi mente haciendo carambola incandescente sobre mi cabeza justo en el instante en que se escucha de fondo la coral del final de la segunda parte de la 8ª Sinfonía:


“El eterno femenino nos impulsa hacia arriba, hacia el cielo”


En ese momento es cuando soy capaz de darme cuenta de que el autor, ya sea músico, pintor, escultor o escritor, se está dirigiendo a mí.


- May T: mira hacia arriba. ¿Quién fue la luz que iluminó mi música?, me pregunta Mahler.

- Alma, le contesto sin dudar.


Esa era la respuesta. Miré el reloj. Eran las diez de la noche y me quedaban 14 horas para entregar el artículo. No era la primera vez que escribía a contrarreloj ni que pasaba la noche en vela por una corazonada literaria. La realidad es que no había margen para contar con más documentación. La verdad es que soy tan burra que cuando me topo con este tipo de historias y siento esa clase de pálpito, cuento con todas las ganas y el ímpetu para emprender un camino sin retorno por el que transitar hasta el amanecer, aun dominada por la tiranía de mi intuición hecha imaginación y más feliz que una perdiz.

Así que, convencida de esa senda pero sin vencerme por el sueño, decido pasar la noche con el Alma de Mahler y que me posean los espíritus para sentirme el ser más privilegiado del planeta, al menos durante las horas más brujas.


- Lo que realmente habrá leído sobre Alma imagino que no puede ser más demoníaco, especialmente lo escrito por alguno de mis biógrafos. Y no lo termino de entender. Para que se haga una idea de cómo era mi Alma, le diré que no sólo era una mujer bellísima, con los ojos más maravillosos que pueda imaginar; era una mujer inteligente, de conversación embriagadora, dotada de una fuerza creadora e impulsora hacia otros absolutamente extraordinaria.

- Eso sí que lo he leído. Así que es cierto: era extraordinariamente seductora.

- Sí, claro. Una jovencita que deslumbra a Gustav Klimt y la inmortaliza en “El beso”, uno de los cuadros más afamados de la historia, no puede ser una criatura normal. Sé que él fue su primer gran amor. Ella, una niña inocente, absorta por la música y muy alejada de la vida en el mundo real, sufría por ese amor y se refugiaba en su piano. De ese modo, como buena adolescente, su infelicidad se convirtió en la fuente de su mayor felicidad.

- ¿Así que eso le contó?

- En concreto, eso me lo confesó antes de casarnos. De todas formas, debe entender que nuestra lealtad era inquebrantable. Más allá de que no hiciera falta reconocer algunas aventuras, especialmente cuando ella sabía que yo estaba condenado por mi débil corazón. Sin que tuviera que confesarlo, sé que hubo, amantes y maridos, durante y después de mí: Gropius, Werfel o Kokoschka. “La novia del viento”, la llamó Kokoschka porque se le escapaba de entre los brazos. Muchos la amaron y no es de extrañar. ¿Cree que yo no lo sabía?, ¿qué vivía en una feliz ignorancia? No, señorita mía. Siempre lo supe todo. Eso sí, ninguno de aquellos hombres la tuvo como yo.

- ¿La conocía muy bien? Da la impresión de que era algo pérfida o de que tenía dos personalidades y perdone que le sea tan tajante.

- Nada de eso. Nos conocíamos muy bien. Yo siempre fui muy claro con ella. Alma para mí era lo más sublime, la compañera fiel y valiente que me defendía y me admiraba. Sin embargo, el ambiente en el que vivía cuando me conoció, rodeada de intelectuales, entrañaba el peligro de volverse vanidosa por lo que los demás creían ver en ella.

- Tal y como lo expresa parece que vino a salvarla de una especie de infierno.

- No era tanto eso, sino que tuve que poner las cosas claras antes de contraer matrimonio con ella y le pedí algo que sé le resultó muy doloroso. Alma debía renunciar a su carrera de composición y piano para apoyarme. Mi preocupación era convertirnos en un matrimonio de compositores porque sabía que eso supondría rivalidad. Así que decidí aclarar los papeles de cada uno. En nuestra familia no había sitio para dos compositores. Con uno bastaba y ese debía ser yo. El trabajo de Alma consistía en hacerme feliz. Yo ya sabía que ella misma debía ser feliz. Los papeles debían estar bien repartidos. El papel del compositor y del trabajo debía recaer sobre mí y el de la de adorable compañera y camarada comprensiva sobre Alma. Yo me sabía muy exigente pero también sabía lo que podía darle y le di. Yo consideraba normal y leal que ella supiera lo que le exigía antes de casarnos: lo que esperaba y le podía dar. Tuvo que dejar toda la vanidad y entregarse a mí sin condiciones. Ahora, ya puede Vd. pensar que fui un diablo

- Perdóneme Señor Mahler pero es tremendo lo que me cuenta. ¿Ese sacrificio hizo ella por Vd.? Debió ser terrible para Alma.

- Sí, y lo hizo voluntariamente, porque me amaba y era una mujer muy inteligente, créame. Tenga en cuenta que le hablo de finales del siglo XIX e inicios del XX. Y pese a que le cueste creerlo, yo trataba a mi esposa como una igual. Dudo que mi trato fuera descortés o irrespetuoso hacia ella. Alma debía dedicarse a cuidarme por entero, a amarme para que yo fuera el director y compositor que sostuviera el hogar familiar (y así fue) y ella encargarse de las finanzas del hogar y la familia. Ese era nuestro pacto.

- Ya. Comprendo. Lo que ocurre es que el agua es agua y debe correr y si no corre, buscará el camino para fluir y regar otros campos y otras tierras y obrar otros milagros. Eso es lo que hacen las musas, ¿no? y Alma, no era una excepción. ¿Me equivoco?

- Reconozco que al principio eso me hacía sufrir, pero llegó un momento en que admití que si no quería perderla, debía entender que mi esposa podía ser la musa de muchos otros. Las mujeres de buena posición, burguesas, gozaban de unas libertades que quizás Vd. las quisiera para sí. Estábamos en la Europa galante de los balnearios, las cartas y los amores románticos y modernistas. No obstante, debe saber que antes de mi fallecimiento, le reconocí su trabajo en composición y le ayudé a mejorarlo y editarlo.

- Ya. Al final. Y ¿le sirvió de algo?

- Le diré de lo que me sirvió: para morir en sus brazos y en paz. Reconciliarme con la vida y con la mujer a la que más he amado en este mundo, junto con mi madre. Sólo nosotros supimos lo que era el amor trascendental, un amor que suponía la admiración de Alma hacia mí y mi respeto hacia ella, mi Almita. Sé que le hice pasar años enteros sentada desde una terraza contemplando el mundo sin poder divertirse en él pero Alma jamás me lo reprochó. Alma era mi todo, mi inspiración y mi espíritu creador. El eterno femenino que me impulsaba a tocar el Cielo desde la Tierra.

La voz de Mahler se desvaneció poco a poco y perdí la conexión con él.


Debían ser las 3 de la mañana cuando me desperté, con la baba colgando sobre la mesa y el bolígrafo entre los dedos. Había empapado el folio sobre el que escribía. Releí las últimas frases que me había dicho Mahler y anoté lo que recordaba y no me había dado tiempo a escribir.

Después anduve echando un vistazo a las fotos en blanco y negro de Alma María. Unas de joven, otras de mujer madura y otras de vieja. El rostro cambiaba. Los ojos no. Los ojos no mienten, son el espejo de Alma. La verdad es que eran unos ojos enormes, a veces de una claridad infantil, otras de una juventud indomable y otras de una sabiduría serena. Me quedé mirando fijamente sus ojos y preguntándome ¿cómo fue capaz ese pedazo mujer de renunciar a una vida propia?

- Después de una cena a la que me invitaron unos buenos amigos, se interesó por mis estudios. Le conté que estudiaba composición y nos enfrascamos en una conversación sobre música. Hacía un buen rato que nos habíamos apartado del grupo o quizás los demás se habían alejado de donde estábamos y en torno a nosotros se creó ese espacio sin aire que rápidamente crean a su alrededor las personas que se han encontrado mutuamente. Así le conocí.

- ¡Caray!, qué susto me ha dado. Tengo algunas preguntas que hacerle. Acabo de estar con su marido, Mahler. Quiero decir, el primero, claro.

- Disculpe la irrupción. Sentía la necesidad de aclararle algunos matices sobre mi esposo antes de que rehaga su artículo. Debo destacar que Mahler no sólo fue un adelantado a su tiempo, sino que además tenía un sentido del humor elevado y una sonrisa de dientes perfectos. A mí eso me sedujo desde el principio. Eso, su disciplina, su brillantez, sus pocas y certeras palabras y su edad, claro. Le veía como el ser más seguro e inteligente de la Tierra.

- Pero todo apunta a que era muy maniático y no sé si algo excéntrico rozando la neurosis.

- Manías….¿quién no las tiene? Todos los artistas que he conocido las tienen, empezando por mi padre. Más, si es un genio. En una ocasión, refiriéndose a sus manías, Gustav me dijo “Piensa qué divertido resultará algún día todo esto en mi biografía. Tal vez ni Wagner tendrá semejante colección de extravagancias (stylblütchen). Una cosa es cierta: o soy un diletante caradura y sin talento, o una mente tan original que mis contemporáneos no tienen por donde cogerme” (**). Las tenía.

- ¿Cómo cuáles?

- Se levantaba muy temprano para ir a su estudio a componer, que estaba a 60 metros de nuestra casa y la criada tenía que llevarle el desayuno hasta allí pero no podía verla. No podía ver a nadie antes del desayuno, salvo a mí. Necesitaba de esa soledad para componer. Leía y releía las obras completas de Kant (incluso cuando me puse de parto las recitaba cual letanías) y Goethe y solía escuchar música de Bach. Sus comidas eran frugales, sin grasas ni especias. Le agradaba la dieta propia de enfermos. Era extremadamente sobrio. ¿Quiere que continúe?

- ¿Renunció a la composición por él?

- Sí. ¿Sabe por qué? Porque Gustav Mahler puso música a la vida, a mi vida y en esa divina complicidad tuve el privilegio de coexistir, de sentirme parte de algo supremo. Imagino que se refiere a la carta donde me pidió que renunciara a componer y me aclaraba nuestra situación si nos casábamos. Sí renuncié, y lo volvería a hacer. Es cierto que fue un golpe terrible para mí. Hasta mi madre trató de convencerme para que rompiera con él. Al final mantuve mi promesa, me hice cargo de unas finanzas arruinadas y de las deudas que sus hermanos le habían generado malgastando su dinero. Para mí era fácil porque me habían educado con tanta austeridad que librar a Gustav de las deudas fue pan comido. Pero no sólo hacía eso: discutíamos durante horas sobre muchas cosas, sobre pensamiento, sobre la belleza, sobre arte, sobre música, sobre la frialdad de Strauss... Copiaba todo sobre sus sinfonías, escribía los primeros compases y me convertí en una auténtica ayudante.

- Así que eso la hacía feliz. Asistirle en sus composiciones.

- De alguna manera dada nuestra diferencia de edad, nada menos que casi 20 años, Gustav me trataba como a su pupila, como una muchachita a la que educar y eso me agradó durante un tiempo. Yo tenía tanto que aprender de él.. Luego noté que Gustav tenía miedo de mi juventud y hermosura y me trataba como a una niña que dependía de él pues era la forma de mantenerme a su lado.

- ¿Y se enamoró de otro?

- Eso no importa demasiado. Sí, los hubo que se enamoraron de mí. Pero la clave es que paradójicamente, Gustav sólo me amó cuando como mujer me liberé de su atracción y dejé que fueran otros los que me amaran a mí. A Mahler sólo se le podía comprender, sabiendo que era un asceta, entendiendo que tenía una responsabilidad interior y superior, la de que su música aflorara, revolucionara el mundo de la composición y llegara a la posteridad. Eso fue lo que amé y que nunca conocí en otro hombre. Sé que eso no deja de ser absurdo y contradictorio, ¿verdad?

- Eso suena a resignación, Alma. Y parece triste.

- No creo que sea tristeza. Tan sólo vivimos diez años juntos, cierto que algunos muy amargos por la muerte de nuestra hija Marie. En los últimos años, sólo le tranquilizaba estar cerca de mí, escuchar mi respiración. No quería perderme pero mi amor sin límites había agotado su fortaleza y su calor. Yo vivía encadenada a él y a la postre dejó vacía mi vida, pero como buena esposa burguesa representé la comedia hasta el final por deferencia hacia Mahler y curiosamente, como le he reconocido, jamás imaginé una vida sin él. Luego, su débil corazón me lo arrebató para siempre. Me volví a quedar huérfana, sin ese hombre que me daba la seguridad del padre que me faltó cuando tenía 12 años. Era y fue el punto central de mi existencia. Y sé que en lo más profundo de su ser vivía agitado porque pienso que estaba por encima de lo mundano y en parte, llevaba la vida de un santo. Así era Gustav. Sólo yo le conocí. Sólo yo conocí su esencia. Su eterno masculino.

La lengua larga y áspera de Lieder sobre mi mejilla derecha me despertó. Este perro es el mejor despabilador que conozco. Entreabrí los ojos. Las hojas estaban ordenadas, colocaditas y paginadas. La música seguía sonando y se escuchaba de fondo “Das Lied von der Erde”( La canción de la Tierra) que arranca como una superproducción cinematográfica de Hollywood. Volví a mirar el reloj de pared. Menos mal, justo a tiempo: las 11. Tenía unos minutos para enviarle el artículo a mi jefe una vez maquetado y con las fotos para incluir en cada hoja, con el susodicho comentario a pie de cada una. Seleccioné tres fotografías: una de Alma, otra de Gustav y otra de ambos juntos paseando. Me parecían acordes con la personalidad independiente, valiente y valerosa de cada uno y con la relación que ambos habían mantenido. El eterno femenino y el eterno masculino, juntos, les impulsaron hacia arriba. Hacia ese lugar en el que ambos coincidían, ese espacio donde no hacía falta el aire, donde dos personas que se habían encontrado mutuamente habían creado una atmósfera protectora compuesta de capas de complicidad, admiración y devoción, ante una atribulada vida y unas biografías azuzadas o inventadas por otros. No sé si aquello fue amor o sólo inspiración, si yo había escrito sobre música, sobre pensamiento de una época o sobre dos seres excepcionales y únicos pero sentí que había conectado los puntos. Y en eso, era la mejor.

En memoria de Alma y Gustav Mahler


(*) Lo firmaba Gustav Mahler en carta a Alma en 1911

(**) Gustav Mahler a su hermana Justine en 1897

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