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El milagro de Baco. El legado de Ludwig

Para el mundo de Bonn, de Viena, yo soy Baco, aquél que exprime el vino que es la Música para los hombres y su deleite. Quien hace que lo beban y emborrachen su espíritu. Para mi amada condesa Deym, soy Ludwig, el desvelador del misterio humano más elevado que toda la sabiduría y filosofía juntas. Soy el que puede esculpir cualquier melodía sobre las líneas del pentagrama, mas también el hombre incapaz de expresar sus sentimientos con los versos de Goethe. Mi admirado Wolgang von Goethe, lo poco que me comprendías por lo indomable que me encontrabas y, sin embargo, fui quien musicó tus poemas. Al menos de ese modo, estaba más cerca de la amada que tanto añoré y de la poesía que tanto ansié escribir.

 

Mi carta decía así:

“Le agradezco, que todavía aparente, como si yo no estuviera totalmente desterrado de su pensamiento, aun cuando esto quizá también suceda más por iniciativa de otros – usted quiere que le diga qué tal estoy, una pregunta más difícil no se me puede plantear – y prefiero dejarla sin responder, que – responder demasiado sinceramente – adiós querida J.

como siempre su devoto para usted eternamente

Adiós Amada la amo tanto, como usted no me ama.

Su fiel LBethn “

Recuerdo que firmé la misiva con los ojos ahogados en la viscosidad de lo que querían ser lágrimas y la guardé dentro de un sobre lacrado, ocultándola en el doble fondo del chifonier que había junto al despacho. Pero no lloré. Gracias a mi educación, las reservas de llanto líquido se fundieron con el vino de mi sangre. Sólo quedaba la mucosidad hidratante que evitaba la sequía de mis globos oculares agotados de tanto insomnio acumulado.

En el siglo XIX un hombre no debía llorar. A lo máximo, suicidarse. La de veces que pensé en el suicidio por tener razones suficientes. Mi progresiva sordera, mi desesperación y mi disgusto ante la injusticia de la vida. Que yo me tornara sordo siendo músico, viviendo para y de la música, era algo complejo de concebir y soportar. Era un castigo no merecido. Y mi otra razón, la más hiriente, aniquiladora y dolorosa, el amor correspondido de mi Josephine pero imposible de realizar por esa desgarradora brecha entre su nobleza y mi vulgaridad. Y digo vulgaridad, por ser yo parte de ese vulgo. Esto sí que es morir en vida, silente, callado, clandestino como la inexistencia de un espía. Supongo que esto no les sucede hoy. Ni escriben cartas de amor, ni rompen con el ser amado manuscritamente, ni les posee el amor romántico, con esas subidas a cumbres nevadas o volcánicas ni esas bajadas a los pozos más oscuros y cenagosos. Parece que ahora lo hacen de otro modo: con distancia de por medio, sin letra autógrafa amenazadora o titubeante y a través de máquinas que salvaguarden la integridad emocional del autor del delito de traición enamorada. Valiente inocuidad, ¿no les parece?

Yo tenía la letra de tamaño muy grande, siendo los papeles de carta de aquel entonces, pequeños, lo que hacía que empleara casi diez cuartillas en una misiva. Además, mantenía una original e inconfundible puntuación, ortografía y sistema de mayúsculas y minúsculas. Escribía tal como hablaba porque abandoné la escuela a muy temprana edad, antes de aprender a multiplicar o dividir. Pese a que no tenía facilidad para escribir, me las arreglaba para transmitir a mi manera mis fuertes sentimientos y emociones, si bien sin la misma cualidad estética que en la música, sí con la misma intensidad emocional.

En casa hacía falta el dinero y yo era un genio. No es mi intención resultar pretencioso. No crean. Resultaba que, a juicio de mi padre Johann, yo era un genio. Él sabía de música y fue mi primer maestro. De día, cuando regresaba de sus ensayos y de noche, al volver de la taberna. Le venía de mi abuelo, director de la capilla de la Corte. Esa era la parte bondadosa de mi progenitor y mentor. La menos amable es que era alcohólico, algo depresivo y, en ocasiones, violento; lo que fue a peor cuando mi dulce, virtuosa y sufridora madre, mi mejor amiga, falleció. Tengo entendido que los males del alcoholismo, la depresión o la violencia siguen vigentes en su siglo, ¿me equivoco? Después de todo, parece que ustedes no han evolucionado tanto.

Creo que estoy divagando…debe ser la edad…Volviendo al tema que nos ocupa, siempre supe que mi misión era vivir para atrapar la música que habita en el aire. La música que estaba por descubrir. La música que quedaba por explorar. La música que debía legarles a los que tras de mí vinieran. Fui llamado a grandes cosas en la música y no tenía demasiado tiempo, por eso componía sin descanso y a deshora. Era mi condena, mi destino y mi adicción; esta actividad creadora tan intensa, lograba que los días corrieran fugaces, algo atormentados y las noches durmieran inconscientes, algo aletargadas.

En mis primeras actuaciones, mi padre me restaba un año pues pensaba que el niño prodigio es más prodigio, por el hecho de contar con seis años en lugar de siete. Sin embargo, padre tenía un talento musical algo limitado para ese niño precoz que era yo y me buscó otro instructor con tal de que yo llegara a lo que entendía como lo más alto: la corte del príncipe Maximilian Franz.

Me apliqué todo lo que pude en aprender de los viejos maestros en la orquesta, entré en nuevos círculos sociales y conocí a personas que iban a convertirse en amigos para el resto de mi vida. Profundicé en los clásicos, cultivé el amor a la poesía y la literatura. El Príncipe me envió a Viena a estudiar con Mozart y proseguir con mi educación. Viena era entonces la ciudad que iluminaba cultural y musicalmente a Europa. Pero, como mencioné, mi madre enfermó gravemente de tuberculosis y regresé inmediatamente. Así que mi ansiada estancia de juventud en Viena para recibir clases continuadas de Wolfgang Amadeus Mozart, se vio truncada por los sucesos familiares. Padre me puso a trabajar a los 13 años en la orquesta de la corte de Bonn a pesar de lo enfermizo que yo era; sufrí reumatismo, tifus, infecciones y hepatitis crónica, pero sobreviví. Laborar por infantes de esas edades no está permitido actualmente en la vieja Europa, ¿cierto? A este respecto no me pronunciaré pues de no haber sido así, no sé qué habría sido de nosotros.

Mi madre, la única persona con la que tuve una profunda relación de amor, murió y me dejó completamente solo. No creo que mi sentimiento de orfandad materna sea muy distinto al que tenga un huérfano en sus días. Cuando un hijo pierde a su madre, las punzadas que traspasan su pecho se sienten hasta la muerte, por muchos avances o anestésicos que tengan ustedes en pleno siglo XXI.

Dada la precaria situación en la que se encontraba mi padre, tuve que erigirme en cabeza de familia, en lo económico, y en lo parental, haciéndome cargo del hogar y responsable de mis hermanos menores. Unos años después, la vida me volvió a brindar la oportunidad de proseguir mi educación musical en Viena. Ya nunca regresé a Bonn. En mi caso fue un exilio querido y buscado para lograr la profesión de la que yo quería vivir. Tampoco creo que esta circunstancia sea tan diferente de lo que sus jóvenes y no tan jóvenes coetáneos deben hacer para labrarse un futuro, aunque en nuestra época, no lo llamábamos emigración. El mundo de las artes no tenía fronteras y sin dudarlo, la mejor escuela musical era Viena.

Pronto llamé la atención y deslumbré con mi virtuosismo en el piano y mis osadas improvisaciones (creo que esto ustedes lo llaman “jam sessions”), convirtiéndome en el músico de moda más admirado entre la aristocracia. Luego realicé una larga gira: Budapest, Praga, Dresde, Leipzig y Berlín. Si. He mencionado la palabra “gira”. En aquel entonces para ser conocido y valorado, desde muy joven tenías que desarrollar una enorme actividad de conciertos en toda Centro Europa, incluyendo Alemania. Hoy ustedes me hablan de viajes en avión, de internet, de vídeos, de streaming y muchas cosas más para escuchar música y acercarla al público. Y es cierto que no alcanzo del todo a comprenderlo. Lo único que sé es que la manera de ser conocido en mi época, era viajando en coche de caballos o diligencia y presentando la obra en teatros de las principales ciudades donde tuvieras la suerte de contar con influencia para estrenar. En los patios y palcos, los nobles te escudriñaban. En los gallineros, el vulgo te ajusticiaba. Así era mi oficio. Un oficio expuesto y por ello, duro y exigente.

Aquellos nobles, amantes de la música, se convirtieron rápidamente en mis sostenedores y leales mecenas. De vez en cuando, como buen rebelde, me peleaba con uno u otro para no perder los malos hábitos, para después, hacer las paces honorablemente. En esas ocasiones, mi gran talento excusaba tanto mi comportamiento impulsivo, como mis reacciones excesivas que en otro caso hubieran sido carne de duelo al amanecer. Y es que reconozco que yo contaba con un fuerte carácter, la conciencia de atesorar un valor fuera de lo común y los arrestos de componer obras arriesgadas. Sin ir más lejos, en la presentación de mi primera Sinfonía en Viena, el público encontró esta obra extraña, demasiado extravagante y hasta audaz porque a mí me gustaba franquear los límites del arte, traspasar las fronteras de lo conocido por los sentidos.

Todo ello jugó siempre a mi favor para conseguir un respeto y aprecio, nunca antes concedido a ningún músico. Estos mismos aristócratas vieneses me ofrecieron una pensión anual de 4.000 florines a cambio de que no me marchara de allí, permitiéndome vivir con holgura y sin preocupaciones. Esa pensión, puedo asegurar que fue el primer sueldo que cobró un músico e hizo de mí, el primer artista y compositor independiente de la historia. Imagino que debe ser similar al régimen autónomo de artistas que me han comentado que tienen ustedes, sólo que mis percepciones estaban garantizadas y no oscilaban en función de lo que compusiera, precisamente para que yo sólo me preocupara de componer. Antes de este contrato, los músicos y compositores (inclusive Bach, Mozart y Haydn), estaban al servicio de las casas de las ricas familias aristócratas. Eran parte del personal doméstico, sin más derechos que los demás y con la adicional tarea de la composición y la interpretación de música cuando a los patrones les placía.

El acuerdo con mis benefactores era excepcional: yo era libre de escribir lo que quería, cuando quería, y por pedido o no, según quisiera. Sí: eran condiciones excepcionales para un músico excepcional. Ese era yo y esas mis condiciones. Porque cuando el arte es excepcional, el reconocimiento también lo debe ser. Según les he entendido, hoy en día, los compositores no son valorados de igual modo y esto me provoca cierto enfado, pues creo que fui precursor de la profesionalización del oficio de músico, lo que no me costó poco esfuerzo. Me pregunto qué diantre han hecho en este par de siglos para no haber logrado mantener y ennoblecer tan talentosa vocación disfrutando de condiciones similares a las mías.

Mi actividad fue incrementándose y además de componer, dirigir y ser concertista de piano, impartía clases a alumnas entre jóvenes aristócratas, muchas de ellas hermosas, con las que por supuesto, estuve intermitentemente enamorado. Porque para componer magistralmente, se debe estar enamorado o desengañado, no hay medias tintas. Así conocí a Josephine, el gran amor de mi vida. Y siendo tan gentiles como son por escucharme, les daré una primicia: fue a Josephine a la que dediqué la famosa carta a mi "Amada Inmortal". Sabrán que esa carta se encontró en un compartimiento secreto de mi chifonier junto con mi Testamento escrito en Heiligenstadt. La de teorías y suposiciones que mis pobres biógrafos hicieron. La de mujeres entre mis amigas, alumnas y relaciones que se propusieron por turnos como candidatas a destinatarias de esa, mi más hermosa y apasionada carta. Dejen de buscar documentos, dejen de investigar en colecciones privadas. Fin del misterio: mi clandestina “Amada Inmortal” siempre fue Josephine.

Todos mis ardientes sentimientos, los más puros, los más hermosos serán siempre para ella. La que todo lo disculpó: las disputas, el carácter indómito, las excentricidades, el aislamiento de mi sordera. Siendo noble de cuna, culta, refinada y etérea, sabía que me costaba infinitamente más escribir mis pensamientos sobre las amarillentas hojas para ella, mi “amada inmortal”, que garabatear mil notas sobre las partituras. Las palabras siempre se me habían resistido. La música no.

Escuchen cómo resuenan en la estancia las palabras a modo de versos que le escribí cuando yo era un dios valeroso poseído por el amor:

“de no pedir todo del otro, puedes cambiar el hecho, de que tú no seas completamente mía, yo no completamente tuyo- mi corazón está lleno de tanto para decirte-Oh- hay todavía momentos cuando encuentro que la palabra no es nada en absoluto- alégrate- permanece mi fiel y único tesoro, mi todo, como yo para ti el resto los dioses deben comunicarnos lo que deba ser para nosotros siempre tuyo siempre mía siempre nuestro”

¿Las han oído? Las escribí para mi “Amada Inmortal”, aquella que me extirpó el corazón. Lo hizo entre tinieblas, una tarde en la que permanecía tumbado en el lecho, sin conocimiento. De pronto un relámpago atravesó el cielo, acompañado de un ensordecedor trueno, y mi alcoba se iluminó con una luz cegadora. Tras ese fogonazo, abrí los ojos, levanté mi diestra con el puño cerrado, intentando amenazar a la parca, desafiante, pues Dios estaba conmigo. Algo grité dejando caer mi mano desvalida de soldado herido sobre su regazo y cerré los ojos para ver una última imagen. La de mi “Amada Inmortal”. Ella era la única que a la postre, se quedaba conmigo. Y sólo entonces, pude detener mi palpitante y extremo corazón.

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