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¡Adiós muchacho, adiós!

Para ver el mundo en un grano de arena, Y el Cielo en una flor silvestre, Abarca el infinito en la palma de tu mano Y la eternidad en una hora.

Aquel que se liga a una alegría Hace esfumar el fluir de la vida; Aquél quien besa la joya cuando esta cruza su camino Vive en el amanecer de la eternidad.

(William Blake: poeta, pintor y grabador inglés 1757-1827)

 

Estoy viva de milagro. No sé ni por dónde empezar…lo haré por el principio, claro. Me queda poca batería; por favor, no me cuelgues. Estoy algo nerviosa…pero escúchame y quizás así puedas localizarme. Andaba investigando sobre el tema. Esta trama la destapé yo solita hace unos meses. Hay que ver…tras miles de años de pesquisas de científicos, investigadores, detectives, inspectores, policías y mequetrefes, di con ello de pura casualidad. Pura potra. Luego sólo tuve que atar cabos, a pesar de no ser marinera.

Son cuatro y me tienen encerrada. Todo por culpa de un despiste: dejé demasiado a mano un borrador donde contaba lo que descubrí y les debieron dar el chivatazo. Me han dicho que me va a salir caro. La mafia y sus vendettas son así.

Como te he dicho, son un cuarteto, y no precisamente de cuerda. Hice todo lo que pude en atrincherarme, impedir que encontraran mi ubicación. Pese a todo, lenta pero inexorablemente, han llegado hasta mí y van a alcanzar su objetivo. Están muy bien organizados, saben por qué están aquí y quieren lograrlo cueste lo que cueste. El tiempo está a su favor. Son unos cabrones sin piedad con todas las letras. No he tenido ocasión ni de pillar el estuche con los lápices ni el cuaderno. Pero voy a ir paso a paso: describirlos uno a uno para que los identifiquen algún día.

¿Me escuchas? Son cuatro tipos trajeados de negro con camisa blanca, corbata a lo Beatle y zapatos de charol. Dos muy altos y desgarbados y los otros dos gordos…muy gordos.

Uno de los talludos tiene una chepa que le obliga a inclinar la cabeza y mirar hacia los pies, adoptando una postura desequilibrada si no fuera por las anclas de sus enormes botines. Suele ir el primero a modo de comitiva o guardia de asalto, según la ocasión. Le llaman Bin, es albino y etíope. Una rareza. A pesar de ser un gánster, es empático, pacífico, flexible, considerado hacia los demás (incluyéndome a mí) y en ocasiones, llorón e hipersensible (especialmente con los anuncios de depilación láser o de coches deportivos donde alguien saca la mano por la ventanilla). Es un buen tío, algo introvertido, eso sí y suele mediar entre la cuadrilla cuando las cosas se ponen tensas. No le gustan los malos rollos y cuando hay jaleo entre los compañeros, desaparece y se pone a tocar el violín. Cuando lo hace es peor que un coro de gatos maullando, pero se lo toma tan en serio que sólo por eso, hago el esfuerzo de escucharle “en audición privada”, mientras el resto de la banda desaparece del mapa como si hubieran echado bombas fétidas en la antesala de mi habitación celda. Es un tipo modesto y sincero, pero lamentablemente muy influenciable; sus compañeros hacen de él lo que quieren.

De los dos gordos, hay uno más que otro. Ese es un auténtico bicho bola: de cuerpo, de cabeza y de mente. Es lo que se dice un ser orondo. Se llama Shunyo, es mudo, indio americano, y tiene tatuados una concha marina en el bíceps y un conjunto vacío en la nuca. A pesar de que no habla y de que en su infancia todos le tildaban de inútil e invisible con relación a sus “hermanos”, su mirada tiene un poder extraordinariamente aterrador. Al principio, le trataban como un intruso que debía integrarse en el sistema y en las distintas operaciones con mucho cuidado, ya que, a veces, en lugar de sumar, no lo hacía y, sin embargo, cuando pretendía multiplicarse, podía ser capaz de arruinar la operación mejor pensada; si trataba de dividirse, provocaba un caos de enormes dimensiones. Uno no sabía qué era lo mejor o peor. Lo suyo era que permaneciera neutral, aunque acompañando al resto. Con el tiempo, los demás llegaron a la conclusión de que no podían prescindir de él porque en cierta medida, les daba mucho valor, no sólo por su forma, sino por su fondo. Curiosamente, su razón de ser como grupo mafioso y su progreso dependían de él. Era un elemento redondo tremendamente útil para separar lo negativo de lo positivo, para marcar las posiciones, aunque fueran la nada o el todo, como elementos necesarios de la filosofía del hampa y su simbolismo.

El otro tipo larguirucho es el líder, el jefe de la banda. Altísimo, espigado y sin alma. Se llama Ray, es indio de los de la India y siempre va protegido por los otros tres. Mientras Bin y Shunyo caminan un par de pasos por delante de Ray, el otro gordo le sigue por detrás a modo de guardaespaldas. Ray fue el punto de partida, quién arrancó todo, el inicio. De mente ágil y brillante, es potente y enérgico. Es la cabeza de la organización, un tipo práctico, egoísta, positivo, hiperactivo e individualista. Es el puto amo y no suele aceptar las sugerencias del resto o que alguien le imponga su visión. Las cosas se hacen a su manera o no se hacen. No admite ni consejos (salvo los que él pide a su tipo de confianza, el tal Odín), ni réplicas ni que le lleven la contraria. Es agresivo, ambicioso y siempre está dispuesto a asumir riesgos para llegar hasta lo más alto o lograr cualquier cosa que se proponga. Le gusta llamar la atención, aunque es sobrio en sus gustos. Lleva un anillo en el dedo anular de la mano derecha, con un sello de un sol que da a besar para que la chusma le muestre respeto. Es un auténtico “Don”. Una joyita

Y, por último, el otro gordo. El supergordo se llama Odín. De madre japonesa y educación siciliana, tiene la apariencia de un luchador de sumo. A pesar de ser el más joven, luce doble barriga y es calvo. Pese a que Odín en el colegio estaba entre los últimos de la clase, también era el más chulo, el de mayor magnetismo, y el más contento. Creció y maduró mostrando un equilibrio, una sabiduría y un sentido de la justicia poco común. Quizás, de los cuatro, es el que representa la unión entre lo bueno del pasado y el porvenir esperanzador de la panda; aunque eso esté por ver. Es un superviviente algo parasitario que carece de sensibilidad y comprensión. Por eso es “il consigliere” del jefe, su elemento de confianza, el más astuto, perverso y ejecutivo. Tiene gustos caros y exquisitos. Es noctámbulo y juerguista: le gustan las fiestas a lo grande y le encanta el lujo, el dinero y las putas. Esto le ha traído no pocos problemas de salud al contraer enfermedades venéreas y ser adicto al azúcar. Se piensa el sucesor de Ray y no recibe órdenes de otro que no sea él.

Ya conoces a la cuadrilla y te puedes hacer una idea de su pelaje y del peligro que corro…y corremos todos. Esta gente es así. Se liquidan unos a otros y ¡hasta el año que viene, moreno! Sin pecado, ni remordimientos, ni penitencia. Dicen: “es la vida” y los demás a contemplar muerte tras muerte, homicidio tras homicidio, asesinato tras asesinato sin poder hacer nada. Son la peor calaña. Y mi mala suerte de haberles pillado maquinando donde no debía. Me enganchó el gordo de Odín por detrás. Me estampó la cara contra el cristal y me espetó:

- ¿Quién coño eres?, ¿quién?, ¿quién te manda, fulana?

- Soy escritora, soy escritora…

- Sí, chata y yo Robin Hood. Y me soltó tal guantazo, que me dejó estampada contra el suelo e inconsciente.

Me desperté en una celda de dos por dos, desnuda, gélida y sin color. Mi único empeño era escribir sobre mi mente para evadirme; esta es una habilidad que los escritores a tiempo parcial y caóticos como yo solemos desarrollar. Dado que las ideas, sean excéntricas u ordinarias, te atropellan en mitad de un semáforo, te asaltan en la ducha, en una reunión con clientes o conduciendo (hay gerundios más explícitos y sexys, pero no los voy a incluir por respeto a lectores ruborizables), acostumbramos a grabar en nuestro cerebro algunos esbozos para echarlos en la coctelera, mezclarlos y posteriormente arrojar los dados sobre el tablero que será el relato. Creo que los editores lo llaman “Cocina de autor de alto nivel y bajo coste”. Por eso no me cuesta escribir sobre mi escarpado encefalograma; para mí es algo habitual. Luego, lo ideal sería desvirgar algunas hojas con la historia para no olvidar los detalles, eso también es cierto; aunque a base de repetir, se me quedan los titulares de la movida. ¿Sigues ahí? ¿oye?, ¿oye?

Joder…se ha cortado. Da igual. Yo a lo mío.

Como decía, cuando uno está recluido, para no volverse loco, debes centrarte en lo que vas a relatar; eso es mucho mejor que cualquier otra cosa. Con esta técnica literaria mía tan depurada y mi ansia de subsistencia, me juré escribir la historia. Se trataba de tener una razón para sobrevivir a esta puta locura de estar encerrada por estos cuatro majaderos. Tengo que escribir, poner voz a lo que filtran mis ojos. Ese es el único secreto de mi vida y estos cuatro farsantes pasajeros y mordaces no me lo van arrebatar. Es la única esperanza: vengarme de ellos contándolo todo. Y lo haré en cuanto salga de aquí. Escribir sobre ellos en mi propia voz, averiguar más cosas para contarlas en mi propia voz. Y luego sobre sus hermanos. Si soy capaz de saber por dónde empezar y recordar cada cosa que pasó, lo podré contar.

Esa es probablemente la principal diferencia entre ellos y yo. Ellos simplemente viven viendo pasar al resto para luego matarlos. Yo escribo por compromiso conmigo misma. Por eso no la puedo palmar. Es mi deuda de honor. Contar sobre los que pasan, contar lo que pasa como testigo, incluida esta puta pesadilla, y rezar para que alguien me crea o al menos, me lea y dude de si es verdad o es mentira; si lleva 100 gramos de realidad y 900 de ficción; o, en el mejor de mis sueños, alguien se divierta como un chalado o no pegue ojo en toda la noche.

Ahí voy: estos cuatro son tan voraces que se solían cepillar a sus hermanos. Para ser exactos, se los comían como caníbales. Luego afinaron el método: los quemaban vivos. Siglos después, se volvieron unos excéntricos y los guillotinaban en un espectáculo de masas muy concurrido. De vez en cuando combinaban ese estilo de muerte con otro algo sofisticado: enterrarlos vivos. Hacían un agujero, arrojaban en él todas sus pertenencias y les mandaban a criar malvas y descansar en paz por siempre. Sí: los enterraban en vida. Una vez amordazados y maniatados, les espolvoreaban tierra despacio como si se tratara de azúcar glaseada, poco a poco, sobre cada uno de sus miembros, asegurando que se ahogaran lentamente, quedándose sin respiración. Ya veis, pese a que ellos le pusieron título a la canción de Roberta Flack, “Matándome suavemente”, nunca le exigieron los derechos.

El caso es que se han reunido en el sótano y lo han decidido. A éste no se lo van a papear, ni quemar, ni cortar la cabeza, ni enterrar vivo. A éste se lo van a cargar de otra manera; una que suelen ejecutar de cuándo en cuándo. Deben pensar que lo merece y eso que la víctima no se ha portado mal del todo. No es que haya sido la panacea precisamente, pero al menos se le conoce y, dentro de lo conocido, no ha estado mal. Siendo justos, los ha habido mucho peores.

De vez en cuando lo hacen así. En lugar de devorarlo, se lo cargan a martillazos o a campanazos. Lo hacen para despistar, sorprender, sacarse una pasta y de paso, entretenerse. Es como un deporte sádico y lucrativo que les gusta practicar para no perder los buenos hábitos. A este, lo ajusticiarán en una plaza pública, la Puerta del Sol, a pocos metros de la diosa coronada sobre carruaje y el dios con tridente, para continuar con las tradiciones de sacrificio de sus ancestros. Le subirán a la torre relojera más alta y según suene el gong, le sujetarán entre dos para irle asestando en la cabeza y en el cuerpo doce martillazos mientras el chepudo le mete doce uvas en el gaznate. Lo suelen televisar. Ray, el boss, se reserva los derechos de retransmisión y el mejor sitio para contemplar desde el backstage cómo se desangra y ahoga engullendo los granos el sentenciado fráter. Es el ritual de todos los años. Sólo hay que asegurarse de que se toma las doce. Si se las toma, vuelve a nacer y de algún modo se salva porque sólo le cambian una cifra; estamos en el siglo XXI y hoy es todo simulado. Es un show que mueve millones. Un espectáculo. Ya han hecho la porra y circulan las apuestas por todo el país: 9 a 1. Lo tienen planificado con premeditación y alevosía. Menudo tinglado tienen estos capullos montado: y yo aquí, viviendo para contarlos y verlos pasar. Triste suerte para el “hermanito”.


- Adiós, muchacho, adiós, le grita Ray desde una esquina.


Me llevaron esposada a presenciarlo. Quise cerrar los ojos, aunque a última hora, con la campanada número 11, entreabrí uno, supongo que a modo de guiño a la esperanza porque, pese a aquello, al final todo acostumbra a salir bien. Y tiene que salir bien porque si no sale bien, no es el final ¿verdad Bin, Shunyo, Ray y Odín? ¿verdad 2018?

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