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Los once pasos del Miemetismo (*)

Es el tiempo del miedo.

Miedo a los ladrones,

miedo a la policía.

Miedo a la puerta sin cerradura,

al tiempo sin relojes,

al niño sin televisión.

Miedo a la multitud,

miedo a la soledad,

miedo a lo que fue

y a lo que puede ser,

miedo de morir, miedo de vivir...

Eduardo Galeano (**)

 

Te atreves a traspasar el umbral de aquel esperanzador lugar. No sabes muy bien qué tiene, qué vas a encontrar, pero quieres mostrarte audaz por primera vez desde hace más de diez años. Demostrar que ya no tienes miedo. Desconoces en qué momento tuviste la gallarda idea de presentarte allí, una ocurrencia algo temeraria tratándose de ti; te planteaste la gesta no sabes si por el aliento y los ánimos de otros o por el propio ego, ese mismo que se niega a quedarse atrás, rezagado, inmóvil, trasnochado y caduco. Quizás fue fruto del ensueño, de un libro de autoayuda, del éxito de otro, de unos vinos, de una apuesta, de una fanfarronada, de una última conversación de madrugada; en parte fantasía, en parte fogosidad, en parte arrojo, en parte quimera por ser al fin el héroe que todos ven en ti y tú ni oliste de lejos ni viste de cerca al contemplarte en el espejo; contenido tantos años después de que ella te dejara ( o la dejaras tú) y que no acababa de asomar.

Hasta hace poco fue preciso luchar con auténtico denuedo contra ti mismo, pero la determinación es grande y a la final, cuentas con todo el empuje, la intrepidez y la entereza para resistir lo que haga falta. Estás mentalizado para ser fuerte y, de algún modo arrancar, acercarte a cumplir un sueño. Intuyes que, con el suficiente esfuerzo y resolución, no decaerás. Si otros lo han conseguido y son plenamente felices… ¿cómo no lo vas a lograr tú?

Así que sereno y, sin embargo, ilusionado, cometes la osadía de dar los “once pasos” que te separan de aquel paraíso de la perfección entre pecho y espalda, y adentrarte en un mundo nuevo, rápido, ignoto, casi perfecto, aceitoso, fluido, bienoliente, escultural, irracional, mecánico, medido, pétreo, competitivo y relojero.

Entras. Por un momento sientes que todos te miran mientras alguien pausa la imagen (debe ser un dios omnipresente que tiene estos detalles contigo de cuándo en cuando para que seas capaz de paladear lo que es un momento de suspense). Observas el cuadro que tienes delante como si del “Jardín de las delicias” se tratara. Vuelve ese mismo dios a darle al play y ahora avanza tu vida en flash forward incontrolable y atropellado, y ves cómo los tres tiempos del partido se precipitan más rápido que tu propio tiempo.

Primer tiempo

¡Vamos!, exclaman impávidos los que están al otro lado de la puerta, bajo las barras, sentados sobre los poyetes o sujetando las pesas. Aplauden tu coraje y decisión impregnados de colonia con feromonas, envueltos en licras y mallas, y calzados con zapatillas fitness de última generación, que apestan a sudor, aunque el fabricante lo niegue. Llevas equipación a estrenar de marca internacional, de un deporte que ni conoces ni ejercitas pero que dar el pego, lo da. Tres, dos, uno…despierta: la rutina del gimnasio acaba de empezar.

Segundo tiempo

¡Venga!, exclaman impávidos los que están al otro lado de la puerta, junto a la barra, sentados sobre los taburetes o sujetando las birras. Desconfían de la competencia, recelan de tu coraje y tu decisión, duchados en perfume con ídem, ataviados con ropa de nivel y calzados con mocasines de diseño italiano que apestan a explotación infantil en Bangla Desh aunque el fabricante lo niegue. Vistes camisa blanca y pantalón elegante de manufactura argentina de un deporte que ni conoces ni practicas pero que lucir, luce. Tres, dos, uno…despierta: la rutina del bar y las citas Tinder acaba de empezar.

Tercer tiempo

¡Bravo!, exclaman impávidos los que están al otro lado de la puerta, junto a la tarima, de pie con los brazos en alto y las manos extendidas, esperándote. Jalean tu nombre, tu compromiso con la causa, tu capacidad de movilizar a otros. Se enamoran de tu aparente ingenuidad, de tu virginidad política, de tu falta de interés interesado, de tu altruismo consciente, de tu valor y precio bañado en esencia de ser humano que ha seguido al pie de la letra sus “once pasos al éxito”, con atuendo mezcla de gladiador, conquistador y donjuán, de sonrisa permanente y mueca congelada. ¡Para un momento!: eres el chico de moda en la ciudad, ese triunfador que rezuma positividad, esa estrella que acumula seguidores; fanáticos a “tutiplén” que te escriben, te imitan, aunque la mayoría lo niegue. Tres, dos, uno…despierta: la rutina de la gloria y los triunfos virtuales continúan su senda.

Último tiempo

¡Basta!, deseas despertar de verdad de esta pesadilla que no entiendes diminutiva. Necesitas apearte, bajarte del tren, aunque sea en marcha. Porque ya no tienes miedo a no traspasar puertas; o a si lo haces, que te miren o a no saber qué decir o hacer. No tienes miedo a que el tiempo pase, a no llevar reloj o el móvil, o a no ver la serie que todos ven o escuchar el programa que todos escuchan. No tienes miedo a perderte en medio de la muchedumbre, por las calles o con el coche. Tampoco tienes miedo a la soledad, a la familia, a lo que podías haber hecho y no hiciste. Porque no tienes miedo a morir. Sólo tienes miedo a no vivir y quieres vivir, sin miedos.

(*) Palabra inventada que conjuga miedo y mimetismo.

(**) En memoria de Eduardo Germán María Hughes Galeano (1940- 2015) periodista, escritor, editor y pensador uruguayo.

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