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ÓN/OFF

No respires. El algoritmo nos sigue de cerca. Da igual lo que hagamos, que corramos o no. Sabe de dónde venimos, dónde estamos y a dónde vamos a ir. Nos tiene localizados. Todo está bajo control. Bajo su control. ¿Lo comprendes?

 

Eso es, voy a arrancar el relato con dureza; que suene muy serio. Quiero hablar de la tiranía de este siglo, de la ausencia de comunicación, de la falta de cariño, de la vaguedad del ser, de la devastación del hombre, de la subyugación a la máquina y a la tecnología, de la evisceración de las personas. Eso es … que se note que tengo profundidad en las ideas, que manejo el lenguaje y los campos semánticos, que el lector tenga que releer el texto para entender algo. Y voy a empezar con la protagonista yaciendo en la cama. Es una cama individual de hierro lacado en blanco con barrotes gruesos, como si se tratara de una escena de “Alguien voló sobre el nido del cuco”.

- ¿Puedo decir algo? Digo yo que podré opinar, ¿no? No quiero que comience así. Me niego a que el relato arranque conmigo sobre una cama cutre de hospital y una camisa de fuerza. Estoy bien. ¿No me ves? Sólo quiero contar la historia. Mi historia. La verdad. Es más simple que todo eso.

- No, tú no estás bien. Tú estás muy, muy atormentada. Es lo que vende y punto. Además, la autora soy yo. Tú no eres más que mi protagonista. Soy yo la que te va a decir lo que pensar, sentir, hacer y decir; si bailas, te desmayas, lloras o te violan. Así que no te metas donde no te llamo y silencio, que aquí la realidad la pinto yo.

- Pero no es justo. Yo soy una mujer normal y corriente. Atractiva. Seductora. Sugestiva. Encantadora. Intelectual, sin serlo demasiado como para interesar a cualquier hombre, claro. Espontánea, risueña…, mejor que un “Bloody Mary”.

- Como sigas así te vuelvo a meter en la caja de personajes sin estrenar…tú verás. La cuentista soy yo. La que imagina soy yo. Vas a ser parte de un relato negro o al menos, gris oscuro. ¿Pero qué digo? Le estoy replicando a alguien que no existe. Se acabó. Además, ningún escritor en su sano juicio permitiría a un personaje tomar las riendas del cuento. Ninguno. Así que cállate ya y déjame trabajar. No quiero ponerme violenta y matarte antes de que comience el relato.

- Pues antes muerta. No pienso hacerlo. O cuentas la historia tal y como sucedió o la que se va para no volver y se mete en la caja de actrices por estrenar, voy a ser yo. Esa no era mi vida.

- ¿Pero qué vida? Si tú no tienes vida….Bueno, perdona, no quise ofenderte. Es que vida, lo que se dice vida…. eres un personaje y mmmmm...a ver, ¡que ya me has liado!

Está bien; haremos una cosa. Soy toda oídos durante diez minutos. Tienes diez minutos. ¡Ni uno más! Cuenta tu historia. A ver lo que te sale. Si no me disgusta, le daré algunos retoques y podrás vivir entre líneas; no creo que arruines mi carrera a estas alturas.

- Ya empezamos a entendernos, señorita canalla.

- Anda, deja de interpretar a la Bacall y empieza, que no tenemos toda la noche y son las dos de la madrugada.

- Ya lo tengo. Vamos. Escribe, cuentista..

 

La alarma le sonó de madrugada para ir al gimnasio. A él le gustaba ir temprano, muy temprano, y lo hacía todos los días, de lunes a domingo, sin distinguir unos de otros. Para él, la segregación de los días de la semana en laborables o festivos, no tenía sentido porque estaba claro que los laborables serían negros y los festivos, blancos. Y él no era racista.

En su cabeza no cabía la palabra madrugón porque el hecho de levantarse temprano no comportaba ninguna gravedad. Por eso la terminación en -ón, con tilde, no casaba con su forma de ser. Era de las personas que cree a ciegas en el refrán “A quién madruga, Dios le ayuda” aunque la única fe que profesara era hacia sí mismo.

A mí me sucedía todo lo contrario. Si en alguien tenía fe era en el resto del mundo. Yo llevaba con el tratamiento cinco meses. Lo más temprano que amanecía era a las 11 am. Nada en mi vida merecía un -ón, porque todo estaba casi en off, entre el montón, en la tendencia central, en el barullo entre el número 4 y el 7, entre el casi aprobado y el notable dependiendo de los días, ni en un extremo y ni en otro… En mí todo era tibio, templado, neutro, algo anodino, poco presumido, nada destacado y liviano.

A él le gustaba salir a correr detrás de… nada, durante media hora, para llegar al gimnasio a las 8, la cita de los autómatas musculados. Se machacaba durante una hora más para mantener a raya al graso de su hígado. Al terminar, comprobaba en una app todas las calorías que había quemado y se pegaba una ducha de un minuto y trece exactos segundos para activar la circulación, en plena hora punta corporal. Salía del cubículo vaporoso, se secaba con la toalla y se arrancaba la piel. Se maltrataba un rato. Es lo que decía que le iba mejor. Eso pensaba y eso es lo que le habían recomendado: maltratarse. No fuera que se le mal acostumbrara el cuerpo; ese cuerpo que a veces no parecía tan suyo.

Otra app le advertía sobre la falta de hidratación y sugería que se ahogara con dos litros de una bebida de sales minerales y principios ultra activos, revitalizantes, vigorizantes y todo tipo de -antes. Después, cuando sobrevivía a la deglución, se volvía a acercar a la pantalla del que en el siglo XXI es el mejor y más leal amigo del hombre ( lo siento por los perros, en el fondo no han sabido adaptarse) y se medía las calorías, los glúcidos, los triglicéridos y la bilirrubina. Parecía que todo estaba bajo control.

Luego, volvía a consultar el móvil. Esta vez, otra aplicación le sugería puntual que me enviara un mensaje. Para él esa app era su salvación porque siempre había sido un desastre con la agenda. Programaba un correo electrónico para darme los buenos días y fotos lindas con flores, cuadros o poemas que sabía me gustaban. A mí, a su amor, que era yo, pese a todo, sólo que con unas cuántas cápsulas y poca energía. Él creía que yo no lo sabía; y saberlo, a la que le machacaba el hígado y el corazón era a mí.

Agarraba la bolsa de deporte, se encaminaba hacia la salida del centro de neurosis del cuerpo y decidía que ya estaba preparado para comerse el mundo. Diez horas después, el mundo se lo había comido a él y regresaba a casa agotado y con los plomos fundidos.

Anduve olvidando todos aquellos días, con sus noches incluidas, para observarle a través de la ventana de mi imaginación. Durante unas semanas esto sirvió, pero no pudo sostenerse en el tiempo. Nuestra planificada y planificable existencia a través de la pantalla de la vida era como el cable de acero sobre el que camina un equilibrista. Y nosotros éramos dos.

Mientras él tenía su mundo encendido y ordenado (bueno, realmente él no), yo aprovechaba para enredarlo todo y apagarme. Yo no tenía móvil. Lo había tirado por la ventana hacía un par de meses al sufrir un ataque de ansiedad. En aquel episodio, sentí la imperiosa necesidad de lanzar algo al vacío y entre la gata y el celular, me decanté por el segundo…supongo que porque la minina no se habría destripado como lo hizo mi teléfono. Debo reconocer que sí: me satisfizo la brutal colisión contra el asfalto y que un coche lo triturara. Ese ensañamiento calculado me provocó un subidón: arrojado, triturado y machacado. Muerto. Muerto. Muerto. Es la defunción que más vida me ha procurado, sin quitarle méritos a mi madre por traerme al mundo, porque al arrojar el móvil, me sentí encenderme, rejuvenecer.

El tiempo pasó a compartir su trono con el espacio y dejó de acaparar mi atención. De hecho, soy yo la que me río de él ahora. Mi burla consiste en levantarme despacio, muy despacio. Colocar un pie, colocar el otro en paralelo sobre el suelo tembloroso y anclar mi culo al colchón sobre la sábana blanca de algodón con olor a suavizante. Mis brazos relajados caen alrededor de mi torso. No abro los ojos hasta que escucho el piar de los pájaros en el jardín. Me trae al fresco el tiempo que deba transcurrir. Es primavera, el sol juega entre las nubes y huele a hierba sin cortar. Me gusta esa sensación al levantarme. La de ser humana, ser vulnerable, pensarme como un punto minúsculo en mitad del Universo con el hambre y la melena de un león en la mañana. Desayunar a cámara lenta y con el concierto para Clarinete de Mozart que escucho dos veces por pura avaricia musical.

Lo malo es que él no lo comprende. Sé que me compadece y piensa que he perdido la razón por querer venirme a vivir al campo, por haber tirado a la basura todos los relojes de la casa, por haber desconectado la domótica, por ser tan calmosa y recrearme al preparar artesanalmente la masa del pan.

Soy lenta. Sí. Me gusta la lentitud. Me gusta la parsimonia. Que se me caiga un plato y se rompa, que a veces se me queme la comida, entretenerme bailando al poner la mesa y olvidar los cubiertos, coserme la ropa y comprobar que los ojales no casan con los botones, que las sillas del comedor son distintas, que las puertas en invierno no encajan sobre el marco por estar henchidas de humedad y, sin embargo, en verano huelgan un dedo. Disfruto del sosiego, de la imperfección, del descontrol, de todo lo que me hace recordar la esencia de mi especie, de su derrota frente a la naturaleza, de su falta de dominio, de su insignificancia. Eso me hace sentir tan insegura y tan felizmente ignorante. Si él lo hubiera podido entender. Si me hubiera escuchado…

Y él no lo entendió y cada día me veía más lejos por más que yo le decía que no la mirara a ella…que no buscara en su pantalla porque las pantallas no tienen culpa, ni mirada.

Yo sólo quería que me mirara a mí, a mis ojos resguardados en los baúles de mis párpados y enmarcados en pestañas que suben y bajan, al capricho de la luz del sol. Que me mirara a mí, con la intranquilidad de que no le iba a predecir qué hacer o no hacer las próximas horas. Que me mirara a mí, y que conversáramos, aunque yo no le revelase lo que se demoraría en ir a ver a su madre o llegar al trabajo. Que sería algo sorpresivo y que llegaría cuando fuera con el riesgo de la prontitud o la tardanza, porque debía saber que nada pasaría o que aquello que sucediera, no tendría importancia.

Y la lástima es que como nuestras miradas no se encontraban, él me llevó al especialista para que me ajustase la cabeza, porque era yo la que la debía tener algo suelta e imprecisa. Y me recetaron pastillas que me iban a equilibrar en los desequilibrios que realmente padecían otros. Y como le quería tanto y esperaba que me volviera a mirar algún día y que charláramos de nuestras cosas, de la vida, de las heridas o de la muerte, yo me tomaba las cápsulas de colores que me harían dormir el sueño de los justos o flotar cuando estaba despierta. Y lo hacía porque seguía esperando su mirada para devolverle la mía, en gesto humanamente cómplice y ordinario.

Y él no se cansaba de decirme: “Haz caso y no pienses tanto; le das demasiadas vueltas a todo. Tómate las píldoras. Es lo único que te puede ayudar”.

Y yo le contestaba que la vida es sencilla, que no es la noria que creemos en continuo y mareante movimiento y que detesto que me quieran programar con tanto medicamento, que medica y miento. Yo sólo quería la libertad de lo imprevisto, de la falta de horarios y calendarios, de lo inesperado. Hasta que me harté y la boca del retrete se convirtió en mi mejor aliado, tragándose los comprimidos sin delatarme ni protestar.

Él me amenazó con encerrarme “por mi bien” y para que no me lastimara hasta que volviera a ser la que nunca fui, hasta que me adaptara al prefabricado mundo programado de la obediencia, la manada y sus apps.

Entonces me largué para no volver; porque hay más que suficiente mundo para ambos y porque todo se resumía en que él no me quería y yo no quería más apps que la incertidumbre, la ignorancia, la curiosidad, el descubrimiento, la duda, ..sin anestesias..

Y es verdad que, por las noches, a tientas, intento rozar sus pies, y él ya no está. Sólo el algoritmo sabe dónde está, donde estuvo y dónde irá. Él y su mirada. Y alguna vez me despierto en la madrugada, no por la alarma del gimnasio, sino porque no sé dónde se encuentra. Y reconozco que no puedo respirar y me apago ¿Lo comprendes, cuentista?



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