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Los Cantos de Beuern: más fuerte que la muerte (*)

Estamos volviendo y regresando a casa; más que la mera existencia es haber vivido hasta el límite, la muerte es fuerte, pero he aquí lo más fuerte, más fuerte que la muerte es la música.


Versos de Franz Werfel. Novelista, dramaturgo y poeta austro-checo expresionista.

 


Uno es de donde nace. Y yo nací en Munich. Me llamo Fidelio, soy bávaro y dicen que soy una marioneta. Esta es mi historia, que es la de mi dueño porque cuando uno es un muñeco de trapo y madera, no es del todo independiente. Unos hilos son los que te mueven y requieren del milagro de unas manos y mucha imaginación. Esas manos e imaginación se llamaban Carl Orff.

Ser un títere no significa que no tengas una vida, unos sueños. Muy al contrario, yo la tuve, yo los tuve junto al que fue mi propietario desde los 10 años. Su nombre completo era Carl Heinrich Maria, aunque a partir de una edad que los humanos consideran “respetable”, todos le llamaban Herr Orff. Nunca acabé de entender por qué los 10 años no se considera una edad respetable, pero esa es otra historia.

He sido siempre un superviviente. Presencié la primera, la segunda Guerra Mundial, todas las devastaciones y hasta la caída del muro de Berlín. Quién me lo iba a decir. Tengo 112 años y ni una arruga. Sí, has leído bien: ciento doce años y seis meses, mucho pelo, ni una arruga, ni barba cana, ni manchas…para mí el tiempo no pasa o pasa tan deprisa que no deja huella, salvo en la memoria que está alojada en el interior de mis rodillas. Ya veis, caprichos del carpintero.



Pero no he venido a contaros la Historia del siglo XX, he venido a poner los puntos sobre las “íes”, desvelar los misterios y hablaros a calzón quitado de mi propietario o como se dice en mi idioma "zu kurzen Hosen".

Mi dueño podría haber nacido en Atenas unos 2.500 años antes, pero debió ser el dios Apolo quien no quiso que eso sucediera, como muchas veces le escuchara aseverar al maestro a modo de maldición. Yo llegué a su mundo en 1.905, en pleno mes de julio coincidiendo con su décimo cumpleaños. El día de mi alumbramiento, su padre me trajo envuelto en un papel de estraza con un lazo rojo bien vistoso, a modo de toquilla de recién nacido. Cuando Carl abrió el paquete donde yo reposaba silencioso y formal, una bocanada de aire fresco penetró por las aletas de mi nariz. Mis abiertos ojos pintados sobre la madera cobraron vida a través del reflejo de los colores de los libros de la maravillosa biblioteca que tenían sus padres. Enseguida varios niños me empezaron a zarandear descolgándome de mis hilos hasta que mi dueño me trajo hacía así de un tirón, dejando claro a quién pertenecía.

Me bautizó con el nombre de Fidelio, en claro gesto de amor a su madre, que idolatraba a Beethoven y su única ópera. He de confesar que me hubiera gustado más un nombre como Hans o Henri, aunque con los años no me pareció del todo mal Fidelio, porque le daba mucho empaque a mi persona. Cuando Carl regresaba de la escuela, me buscaba para jugar e inquiría a la muchacha de servicio o al jardinero sobre mi paradero, a lo que ellos le contestaban: “Fidelio está junto al piano”, “Fidelio se encuentra descansando en la biblioteca”, “Creo haberle visto junto al estanque”. Me agradaba el respeto que demostraban hacia mí.

Tuve la suerte de crecer en un hogar con elevado espíritu intelectual y cultural. Los abuelos eran generales de división, además de muy activos en matemáticas, astronomía e historia. En nuestra casa componer y tocar música era algo natural. Nuestro padre era un oficial que tocaba el piano e instrumentos de cuerda, y nuestra madre, pianista de formación. Carl asistía a la escuela a regañadientes porque se aburría soberanamente. Yo le compadecía: la escuela tampoco estaba hecha para mí. Los libros, la música y el teatro eran sus tres pasiones. La lectura, el piano y las representaciones de marionetas, sus aficiones. Lo antiguo, lo medieval, las leyendas y la música popular sus debilidades. Todo eso lo compartíamos como buenos hermanos. Cada uno a su nivel: era fantástico ser el protagonista de tremendas tragedias griegas donde la música era compuesta por un Carl adolescente y a mí me vestía con túnicas o uniformes de Aquiles o Menelao.

Después de los estudios superiores de música, empezó a trabajar en academias y al poco tiempo, como director de orquesta de teatros de Munich y alrededores. Para Carl, la música, el teatro, la danza y la escena estaban íntimamente relacionados. Continuó con la composición, la enseñanza y los arreglos por encargo para obras de autores antiguos consagrados mientras me mantenía a su lado como mascota o bailarín de ensayo doméstico de sus composiciones. Aunque durante ese tiempo me quedé en un segundo plano (se casó y tuvo su primera y única hija, Godela), permanecí junto a él. Mi nombre de Fidelio me obligaba a vivir a su lado en nuestra suerte de madurez precipitada.

Pasaron los años, yo requería de ciertos cuidados de teñido, barnizado, lustre, ajuste de miembros y cabeza, zurcido, cambio de cuerdas, etc. Carl llevaba unas cuantas esposas. Creo que iba por la segunda y camino de la tercera. Parecía que no acababa de encontrar la definitiva o que el hastío con la titular le inclinaba a buscar nuevos territorios por conquistar. Quizás por eso yo nunca me decidí por el matrimonio: no veía más que complicaciones y la verdad es que disfrutaba de una vida cómoda, tranquila y placentera.

Una buena tarde, estando sentados al calor de la chimenea, todo cambió. A las manos de Carl llegó el catálogo de una librería antigua de Würzburg donde descubrió un título que le hechizó como si tuviera poderes mágicos: se llamaba “Carmina Burana”. Me miró con la cara iluminada y exclamó: “Fidelio, presiento que hoy es el primer día de algo trascendental”. Esa misma tarde, escribió al librero para hacerse con el libro y organizó su viaje al hogar de las Canciones de Beuern, la Abadía de Benediktbeuern, un monasterio de la orden benedictina, a 64 km al suroeste de Munich.

Dos días después, la maleta de Carl me engullía para partir dirección a la Abadía. Fuimos los dos solos. A mí me agradaba que me llevara con él en esas huidas fugaces por la preciosa campiña bávara. En aquel momento y sin saberlo, comenzaba una aventura sin retorno para pasar a ser el compositor “a la sombra” de la obra más representada del siglo XX y de lo que llevamos del XXI.


Se trataba de poemas escritos en latín, alemán y francés en los siglos XII y XIII; los descubrió en 1803 un tal Johann Christoph von Aretin en la misma abadía. Describían placeres terrenales, de vino, de amor carnal y de goce por la naturaleza, con una mirada crítica y satírica hacia los estamentos sociales y eclesiásticos. Dado que eran lo opuesto a lo acostumbrado por los monjes, debieron esconderlos para conservarlos o deleitarse a solas, (quién sabe) hasta que el bueno de Johan dio con el códice para desvelarlo al mundo del siglo XIX. Ocho siglos después, los ojos de mi dueño comenzaron a descifrar aquellos versos durmientes para iniciar la obra que le haría eterno: Carmina Burana.

Carl se encerraba en su despacho durante horas. Yo me aburría como una ostra. Este dicho no hace justicia a lo que supone ser un títere sin trabajo porque no hay nada tan aburrido y arduo como soportar la soledad siendo un muñeco abandonado: estático e inerte sin el toque o trasiego humano. De los sentimientos de una ostra, ni sé ni quiero hablar.

Sólo nos veíamos una vez al día: después de cenar. En ocasiones se quedaba alelado mirándome mientras me decía que estaba componiendo una música poderosa. Tengo que reconocer que aquello me generaba una curiosidad irrefrenable: yo pegaba la oreja a la puerta del despacho todo lo que me permitía mi rígido cuerpo de madera. Al piano sonaba exuberante, impactante, escultórica, compulsiva y expresionista. Le escuchaba y me entraban ganas de bailar o utilizar una batuta invisible a modo de espada. La esencia estaba en el ritmo y en la naturalidad de la composición, tan importantes para él. La música era la misma vida para Carl, o eso debía ser. Era pura intuición popular de relacionar sonidos y palabras. Él te transmitía esa especial y profunda relación entre el arte musical y el humanismo: el lugar donde comenzaba el propio individuo. Paradójicamente, muy profundo y complejo de entender para algunos humanos, no para mí.

A veces me confesaba que la composición de Carmina Burana no le permitía detenerse y, hasta le asustaba porque se sentía poseído. Me susurraba que era como si una docena de rayos le hubieran impactado en todo el cráneo y le hubieran prendido relámpagos en la cabeza generando toda clase de imágenes, palabras y notas para plasmar en una composición totalmente épica. Imaginad una invasión bélica de las huestes de la música contemporánea sobre un códice del medievo. Más fuerte que los latidos de mil recién nacidos, más fuerte que el tañido de campanas por la muerte de mil vecinos. Tan profunda como el amor, tan honda como el dolor. Y yo estaba a su lado para soportarlo y vivirlo. Pocos lo podían hacer. Esa época fue memorable y turbulenta a partes iguales.


Hubo momentos en los que llegué a pensar que tomaba sustancias alucinógenas; hablando claro: d-r-o-g-a-s. Como las que debían tomar los melenudos esos que estaban en contra del sistema…hippies los llamaban, ¿no? Me contaba las historias del códice allí narradas por los goliardos, estudiantes que llevaban una vida itinerante y no siempre ejemplar a ojos de la Iglesia. Viajaban para estudiar en universidades extranjeras, eran licenciados o doctores desocupados en busca de colocación, o simplemente vividores o bohemios que disfrutaban llevando una vida disoluta y marginal. En su mayoría eran religiosos o aspirantes al sacerdocio; puede que algunos hubieran sido monjes, los menos apóstatas. Habían llevado una estricta enseñanza religiosa (de aquí el latín) y, por azares de la vida, ganaban el sustento cantando en las calles (de ahí el francés o en su mayor parte, el alemán). Estos juglares hacían referencia al hedonismo, a los placeres mundanos a ensalzar y practicar: comer, beber, amar, reir, perder la inocencia, gastar dinero, tomar las cosas con humor o padecer y demás aspectos morbosos que la sociedad y la Iglesia no aceptaban. Por eso Carmina Burana resulta tan divertida de cantar para el coro y los solistas; porque, en ocasiones, permite el lujo de desprenderse de la solemnidad de la técnica operística, de la seriedad de una sala de concierto e imaginar (¿o rememorar?) situaciones mundanas.

Cuando Herr Orff terminó, lo intuyó; intuyó que su nombre quedaría ligado por siempre a Carmina Burana. La gloria de una obra. La sombra del compositor al servicio de una sola obra de por vida y… de por muerte. Carl no sería recordado públicamente por sí mismo. Sería recordado por Carmina Burana. Tanto fue así que en una visita que le hicieron sus editores, tras el estreno de la obra en 1937, les pidió que destruyeran todo lo que había escrito hasta el momento y que desafortunadamente le habían editado. Tengo entendido que ahora a un gran éxito le llaman un pelotazo, la canción del verano o un superventas, ¿no es así? Eso es exactamente lo que representa musicalmente Carmina Burana: un superventas en directo o en diferido.

Tuvo el detalle de llevarme al estreno dentro de su maletín. Me lo debía por la paciencia infinita que demostré a lo largo del proceso creativo. El estreno estuvo impregnado de dramatismo y de aspectos escénicos porque él decía que la música había que verla, además de escucharla, y contemplar al coro como se observa a la orquesta en un concierto. Carl componía para transmitir una actitud espiritual al público y traspasarle el corazón. Parece sencillo, pero no todos lo logran.


Y como siempre, tras el estreno, las críticas ante una obra muy controvertida. He de reconocer que sentía una pereza infinita de leerlas. Prefería que lo hiciera el propio Carl en primera persona y escucharle con filtros. De este modo, las sentía menos agresivas. Ni recibió la aprobación unánime de las autoridades, ni se entendió una obra en latín, alemán y francés, ni se comprendió la presencia protagonista de un coro mezcla de góspel, jazz y cantos medievales y gregorianos de monjes con ecos de refectorio. Esa convivencia de lo ecléctico, lo contemporáneo y lo arcaico, esos excesos de percusión y ritmo, que fue el estilo Orff, zarandeaban los cánones al uso.

Después de aquello, mi dueño se concentró en su música mientras Europa se convertía en un gran charco donde los pueblos se bañaban en sangre. Intentando ser ajeno a la política, adoptó la postura del avestruz, con su cabeza metida en las partituras de Antígona, El triunfo de Afrodita, Edipo rey, Prometeo. Se le acusó de trabajar al servicio de los nacionalsocialistas y por otros, de ser colaborador de “La Rosa Blanca”, organización de la resistencia pacífica en contra del nazismo. Luego se le exculpó de estar de uno u otro lado. Carl nunca se planteó marcharse de Alemania, eso lo sé, y que conste que ofertas no le faltaron. Nadie me quita de la cabeza de tarugo que tengo, la idea de que él sabía que Europa necesitaba música para rehacerse, salir adelante tras la posguerra y confraternizarse. Pese a aquella Alemania partida en dos, como lo estaba el alma de todos, se quedó para impartir clases magistrales y crear el Instituto Orff para que su método pedagógico, el fomento de la enseñanza musical y sus obras se expandieran por el mundo.

Así fue Carl, un amante de la vida, un hombre generoso, también atormentado quizás por su excesiva imaginación y haber nacido en un tiempo que no le correspondía. Un ser perteneciente más a la época clásica que la contemporánea, pero con ideas vanguardistas; en ocasiones, algo desubicado y carente de rumbo. Carl murió en 1982, a los 87 años, en nuestra preciosa casa de Diessen (Baviera), cerca del lago Ammersee, aquella donde componía, rodeado de gongs chinos y javaneses, antiguos timbales, campanas y tambores.

Quién le iba a decir a este caballero de la música, mi señor, que su Carmina Burana estrenada en 1937, iba a abarrotar auditorios, musicar anuncios televisivos y ser parte esencial en bandas sonoras de películas de Oscar. Todo porque supo llegar al público de una manera rotunda, condensada, contagiosa, expresando el todo con el mínimo material rítmico.


Como dije al principio, uno es de donde nace. Y él nació en Munich. Se llamaba Carl, de apellido Orff. Era un músico extraordinario, aunque mortal, al fin y al cabo. Esta fue su historia, que es también la mía. La historia de un ser elegido y llamado por la diosa Fortuna (O Fortuna) a hacer algo extraordinario y crearlo desde la enajenación, que perdurara, a pesar de que no fuera del todo reconocido en su momento. Si mis hilos los movían sus manos y su imaginación, los suyos y su destino los movieron las mitológicas manos del mismo dios Apolo. Esas mismas que permitieron el milagro de los Cantos de Beuern y que subiera y bajara el telón tantas veces.


(*) Dedicado a todos los compositores de música clásica y/o contemporánea.

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