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Me vas a escuchar, me vas a leer (*)

Le acababa de soltar un librazo en la entrepierna y del golpetazo, primero vio las estrellas y luego, se quedó inconsciente. No sé muy bien de dónde saqué ese arrojo, pero se me fue de las manos. Un tipo tan alto y gallardo y se derrumba a la primera de cambio, cayendo redondo. No pensaba darle tan fuerte, sin embargo, no había más remedio; se estaba poniendo algo chulo, tirando a violento. Y la violencia es algo de lo que yo me tenía que adueñar. No podía tener miramientos a estas alturas de la película. Por mucho que digan, la violencia siempre se ejerce por uno, el otro se defiende; la violencia no puede tener dos dueños y aquella mañana yo había decidido que la violencia era cosa mía.

 

La verdad es que el plan no podía estar mejor diseñado. Tras un par de meses de estudiar minuciosamente sus intereses, movimientos, hábitos y dependencias, y persistir en entrevistarle haciéndome pasar por una periodista argentina de una revista digital cultural, mordió el anzuelo. Bueno, él no. Su secretaria. Se llamaba Laura, debía tener unos 50 años, era extremadamente amable pero también desconfiadamente lista. Así que tuve que emplearme a fondo y pedirle a un amigo con voz varonil que simulara ser mi asistente y le hiciera unas cuántas llamadas. Laura tardó tres semanas en ablandarse, después de mucho más que unas llamadas. Me explico: dos ramos de flores, una caja de bombones, dos entradas para el teatro, otras dos para el Real, tres cenas, unos pendientes monísimos y un conjunto de lencería fina finísima, más los servicios de compañía del que hasta la fecha había sido mi varonil asistente (viendo el filón, cambió de profesión no sin antes facturarme el servicio y agradecerme de por vida que yo hubiera contribuido a encontrar su vocación). El importe de los “obsequios” más los “gastos de representación”, es decir, la tarifa de mi amigo el prometedor gigoló, ascendía a un total de 1.875 euros con cincuenta y siete céntimos. Así que había empeñado algo menos de dos de mis nóminas y estaba decidida a rentabilizar mi inversión para que me saliera a cuenta. A cambio, obtuve la dirección para realizar la entrevista en su domicilio y conté con la certeza de que mi presa iba a estar sólo en casa; bueno, sólo del todo, no. Gracias a Dios, estaban sus perros.

Así que llega el día D y la hora H: 23 de Marzo, 11 am. Me planto en su chalet a las afueras de Madrid ataviada con mis mejores galas femeninas (taconazos, blusa blanca de gasa entreabierta, pantalones pitillo, labios carmín y pelo suelto). Din don. Din don. Din don. Tiene un telefonillo que suena cual timbre de farmacia antigua. Me hechiza esa musicalidad que logra transportarme a mi infancia.

Me abre la puerta y me ofrece la mano. Yo le aprieto la suya y me invita a pasar, atravesando el jardín hasta llegar al porche acristalado de la casa. Es un lugar precioso con forma de “T mayúscula”. No me extraña que le editen un libro al año y le publiquen miles de artículos; con ese entorno, sería un pecado no hacerlo. Me indica que me acomode en un sillón con reposabrazos y orejeras, muy vintage. Los dos perros permanecen callados mirándome. Nos separa una mesa baja sobre la que reposa una bandeja con tazas, pastas, agua hirviendo y café de aroma penetrante. Antes de tomar asiento, me sirve el café, gentileza que le agradezco forzando el acento argentino, reminiscencia de mi madre:

- Muy amable. Dos terrones, por favor. Los porteños somos golosos.

- Muy bien. Bueno. Pues tú me dirás.


Él se prepara una infusión y aprovecho para comentarle que me dan algo de miedo los canes. Como hombre educadísimo que es, se levanta solícito para encerrarlos en la amplia perrera que tiene tras el estanque. Yo aprovecho la ocasión para añadirle la dosis de Diazepam recomendada por los expertos (por internet, vamos).

Comenzamos a conversar. Él me pregunta si no llevo grabadora. ¡Casi se me olvida! Le contesto que tengo el móvil y le hago un gesto para que me permita grabar a través del aparato. Comienzo a grabar y saco unos papeles algo arrugados del bolso. Percibo que me mira algo extrañado pero continuamos.

Deduzco que mis preguntas le resultan algo pueriles…hasta que pasados unos 15 minutos, comienza a bostezar sin parar, me dice que se siente algo cansado y que debo terminar en unos instantes pues tiene sesión plenaria en la RAE. Además de ser uno de los novelistas más renombrados de nuestro país, es académico.

De pronto, me dice que no cree que yo sea periodista y me empieza a dar argumentos más que convincentes al respecto. A la vez, noto que se ladea y se le empieza a caer la baba. Se toca la comisura de los labios y me mira fijamente. ¡Es muy listo el jodido!


- ¿Qué me has hecho?

- Arturo, sólo quiero que leas mi novela (pierdo el acento de golpe). Que la leas y que me apoyes. Vamos, que la recomiendes. Soy maestra y quiero ser escritora como tú. Quiero un jardín como el tuyo. Quiero dos mastines a los lados de mi sillón. Quiero una vida como esta. La merezco. Yo valgo, Arturo, y sólo quiero una oportunidad.

- Pero majadera, ¿qué me has hecho?

- Yo te voy a dejar un ejemplar; bueno, dos. Por si quieres dejarle otro a tu hija. Me llevo los perros y cuando la hayas leído, la recomiendes y me apoyes con los medios y el sector editorial, te devuelvo los perros. Eres un grande y te van a escuchar. Para ti va a ser pan comido, Arturo.


De pronto se levanta iracundo y algo fuera de sí (fuera de allí también porque parecía zozobrar como un barco naufragado de los descritos en algunas de sus obras). Viene hacia mí y no se me ocurre otra cosa que atizarle con el libro entre las piernas. Ya estaba hecho. Le había sacudido tan fuerte, que, como dije, perdió el sentido.

Y allí estábamos los dos. El inconsciente sobre la alfombra y yo exhausta de tanto ajetreo y sorpresa. Esa no era mi vida, ….habitualmente. Yo sólo soy una humilde maestra de secundaria que ha osado escribir su primera novela y la tiene sin publicar porque por más puertas que he tocado, nadie me ha querido escuchar. Y aquí…o allí estaba yo, con Arturo tumbado sobre el tapiz, sin conocimiento y lo que es más grave, sin haber leído mi novela…que es lo único que yo quería. Si sólo tenía que escucharme y leerme.

Con lo fácil que hubiera sido decirle:


- Venga, abre la puerta. Me vas a escuchar. Acabaremos pronto. Me vas a leer. Lee mi novela. Vamos, le ordenaría de muy malos modos, encañonandole con una pistola. Tú la lees del tirón en tres horas y te pones a toda pastilla a recomendarla en Twitter, Facebook, Instagram y toda red que se menea.


Reconozco que todo aquello me resultaba algo incómodo, porque yo enseño y escribo, pero no soy ninguna delincuente. Me refiero a que lo que hice, lo hice por necesidad. Por necesidad de que reconozcan que soy una buena escritora. Bueno, yo diría una excelente escritora, pero como el mercado está copado por los cabrones de siempre, pues una se ve obligada a recurrir a estas artimañas…incluso a expresarse como Arturo para que le hagan caso.

Sin embargo, la situación que ahora tengo es algo distinta a la que planeé. El académico desmayado. Sin escucharme ni leer mi libro. Los dos perros encerrados y yo sin saber muy bien qué hacer. Decido descalzarme: tengo comprobado que el gesto de quitarme los zapatos, genera mis mejores pensamientos creativos. Así que procuro pensar y aclararme.

Voy a prepararles la merienda a los perros y a sacar a pasear a Dolly (la perra en celo más salvaje del lejano oeste madrileño). Antes arrastro con gran esfuerzo el cuerpo inmóvil del literato hasta el butacón; pesa una tonelada. Tiene algo de tiritona, así que le echo una mantita; seré algo delincuente pero no desalmada. Respiro después del esfuerzo hercúleo.

Traspaso la valla y me dirijo a la furgoneta que tengo fuera, extraigo del portamaletas la nevera portátil con la carne picada en dos comederos, le echo los calmantes y lo mezclo con mis dedos enfundados en guantes de silicona. ¡Qué asco! Tiro del collar de Dolly, la saco del coche, pongo en ella (y en su celo) todas mis esperanzas y le digo “No me falles”. Ella me devuelve una mirada de perra-perra-perra, transmitiendo varios improperios a través de sendos ladridos (de eso estoy casi segura) como diciendo, “la madre que te parió, esta te la guardo”. Para que luego digan que los perros no tienen mala leche y memoria. Dolly tiene las dos y con mucha lactosa.

Concluyo que, en este país, cuando quieres algo, tienes que exi­girlo por la fuerza. Y eso me tranquiliza y envalentona.

Si hubiera nacido en Irlanda, la situación sería completamente diferente. Estuve allí el verano pasado en un programa de intercambio del Instituto. Allí, cuando alguien quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan. Por ejemplo, los irlandeses hace tiempo que pidieron con muy buenos modales un estado. Pero no se lo dieron sin más. Tuvieron que hacer barricadas, dinamitar calles, hacer saltar por los aires coches de policía o embarcarse en huelgas de hambre; sólo entonces, empezaron a escucharles. En cuanto se pusieron a repartir hostias como panes y a lanzar bengalas y cócteles molotov a los guardias cabezones ingleses y los de la frontera, los estamentos y lobbies empezaron a pensar en lo interesante que sería la paz en términos económicos y sociales. Irlanda es hoy el país de las oportunidades. Un país avanzado en no pocos campos. Porque Irlanda no es sólo GOOGLE, AMAZON, FACEBOOK, MICROSOFT o U2. Irlanda es todo un mundo de cosas, y lo muchísimo que tienen lo han conseguido después de mucho sufrimiento, sí, pero también de muchos acuerdos y, al final, por las buenas.

Pero en este país nuestro de politiqueos, mamoneos, amiguismos, mafias y pucherazos, las cosas no funcionan así. A uno le basta con presentarse a unos cuántos concursos, para entender cómo funcio­nan las cosas. O para ser más exactos, para entender cómo no funcionan.

Aquí…aquí…aquí, no; este país solo entiende el lenguaje de la fuerza y no importa que se trate de un asunto de política, de economía, de un semáforo o de una plaza de aparcamiento. Aquí solo entendemos la fuerza. Y si es con flautas, chándal y perros podencos, más.

En Irlanda, si a mí se me hubiera ocurrido ir a casa de John Banville y llamar a la puerta para pedirle que me escuchara y que leyera mi novela, hasta él me habría preparado una taza de té, se habría plantado las gafas y se habría puesto a leer. Y todo con una sonrisa (sí, hasta John Banville, has leído bien). ¿Pero aquí? Si Arturo no hubiera perdido el conocimiento, me habría echado a patadas de su casa.

Me dejo de tanta cháchara, que me pierdo. Ato a Dolly junto a un árbol y a unos metros coloco un comedero con carne. Voy hacia la perrera y me “atuendo” para protegerme y por si las moscas, unos guantes gruesos de cuero y un casco. (esto también lo vi en internet). Abro la verja y los perros salen disparados hacia el árbol donde está Dolly, la perra. Pienso en la pobre Dolly y su celo….Se cumplen los presagios: primero se quieren ventilar a Dolly. El más fuerte, echa al más flojo. El más fuerte se beneficia a Dolly y el flojo se consuela comiéndose la carne que he preparado. El más fuerte se queda a gusto. El más flojo se cae a plomo. Esa escena podría resumir la lucha por la supervivencia y las necesidades primarias.

Me dejo de filosofías. Toca colocar el otro comedero con carne para que el “macho dog” reponga fuerzas. Efectivamente, ingiere salvajemente el preparado y se duerme “ipso facto”. (esta práctica también la descubrí en internet).

Ahora tengo que arrastrar hasta la furgoneta los dos angelitos de cuatro patas, peludos y dentones. Lo hago y me seco el sudor de la frente, del mentón, de los párpados, de las mejillas y de las orejas. No sé por qué lo llaman el sudor de la frente, cuando me chorrea todo el cuerpo.

Miro el reloj: tengo unas cuatro horas. Cojo las sogas que llevo en la furgoneta. La verdad es que estoy muy orgullosa de lo bien que he organizado la logística de herramientas y armas blancas. No me ha faltado detalle. Vuelvo a dar gracias a Internet y al programa Bricomanía por contar con todo lo necesario para acometer mi hazaña. Me enorgullezco de mi profesionalidad.

Amordazo a Arturo y me aseguro de que no se puede mover. Le pongo unas esposas que amarro a un mueble de hierro antiguo. (lo de las esposas se me ocurrió a mí, siempre me había hecho ilusión). Me hago un selfie con Arturo amordazado y dormido. Lo miro y siento que le cojo cariño a la instantánea. La almaceno en la nube.

Voy a la cocina y cojo varios hielos del congelador. Los meto en una bolsa de plástico que llevo en mi bolso y vuelvo al lugar de los hechos. Le restriego por la cara los hielos al que considero ya es “mi académico”.

No se inmuta, así que decido sacudirle un poco para que espabile. Después de doce de un lado y doce del otro, abre los ojos. Se le han sonrojado las mejillas, no al verme, sino por las tortas que le he propinado. Le pido perdón y le hablo muy seria:


- Arturo, me vas a escuchar. Me vas a leer. Vas a leer mi libro. Bueno, mejor dicho, te lo leeré yo. Tenemos unas cuántas horas por delante. Lo conseguiremos. No te resistas o de lo contrario, no volverás a ver a tus perros.


Me mira algo encendido …aunque finalmente asiente. Le aflojo el harapo que le ceñí sobre la boca. Sitúo delante de mí un atril que también dejo a su altura para que iniciemos la lectura. Leo a todo trapo pero con entonación y conociendo a pies juntillas mis textos. A pesar de la mala postura en la que permanece, Arturo se interesa. Después de tres horas continuadas, donde devoramos ambos las hojas, llegamos a la última página: FIN.

Arturo me mira haciéndome un gesto para que le quite la mordaza. Accedo y le pregunto:


- ¿Y bien?, desembucha.

- Es muy bueno. Me ha gustado mucho la historia y la forma en que está escrita. El estilo. El estilo es diferente a lo que existe actualmente. Hay algunas incorrecciones gramaticales, pero es muy bueno. ¿Seguro que lo has escrito tú?

- Pues claro.

- Ya. Pues, majadera desconocida, me transportaste a otro lugar y no es fácil conseguirlo teniendo en cuenta la que has liado. Anda, suéltame, kamikaze literaria, para que haga un par de llamadas. Veamos qué podemos hacer.


Me lo dice sin rencor y con tal convicción que me hunde y tengo que quitarle las esposas.


- Y ¿ya está? Me tomas el pelo, ¿no?

- ¿Cómo que si ya está?

- No sé. Pensaba que te resistirías. O que te dormirías. O que me dirías que es una mierda, que es vulgar. Que no es lo suficientemente bueno… Tú que eres de mecha corta…al menos, aparentemente.

- Si hubieras empezado por el principio, pidiendo las cosas como es debido, te habrías ahorrado todo este tinglado. Ahora, acércame el móvil y déjame, que tengo que hacer un par de llamadas. Ah… y vete devolviendo los perros a sus casetas. Soy un hombre de honor y debes confiar en mi palabra. Yo haré que tu libro se edite como es debido. Ya hablaremos de la distribución de beneficios; pero lo que ha pasado hoy no puede trascender, ¿me has oído? Tengo un prestigio, una reputación, una imagen.


Me quedo algo desinflada. Esa sorprendente reacción es lo último que esperaba. Esta vez la que se ha quedado desarmada soy yo. Me callo un momento y tomo aire. Arturo tiene la mirada puesta en mí. ¿Por qué me habré metido en este embrollo? ¿Isabel Allende o J.K Rowlin hicieron algo similar? No lo creo … ¿o sí?

De repente se oyen unos ladridos desde la calle. La mirada de concentración de Arturo se vuelve ahora ame­nazadora. Yo me encojo de hombros como si aquello no fuera conmigo.


- Vamos, ve a por los perros.


Me aparto unos metros hasta que reacciono y voy a por los canes.

Sus últimas palabras resuenan en mi mente: “Tengo un prestigio, una reputación, una imagen”….así que sólo se trataba de eso para que me escuchara y me leyera; que todo quedara registrado. Bendito móvil. Bendita grabadora.


(*) En homenaje a Moncho Alpuente, de profesión “Inconformista”.

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