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Ecos de Verano


La esgrima de sombrillas en una playa de Levante.

El sudor de una siesta bien aprovechada.

Las aspas del ventilador bizqueando tus ojos.

Las meriendas de helado de dos bolas, con gotelet dulce sobre cucurucho.

La lluvia de balones descontrolados sobre las cabezas de lagartos al sol.

Las cenas de muchas bocas y sus sobremesas de noches sin sueño.

Las madrugadas sin ceño y repletas de sueños, despiertos.

La vida que comienza a partir de las once, o las doce, o… ¡a comer!

Apresar tu mano para despegar a toda velocidad de este mundo.

Continuar la travesía aérea surcando pompas de jabón disfrazadas de nubes.

Que te creas que son pompas de jabón.

Que me mires y me hagas creer que te lo crees.

El espejo del estanque de Normandía poblado de vacas mientras un ejército de nenúfares y juncos nos vigilan atentos, cerrándonos el paso.

Los titanes percherones que nos llevan en su carro alado entre futuros navíos de robles y hayas que el mismo Napoleón ordenó plantar.

La marcha nocturna a la luz de la luna y entre antorchas para buscar la tumba del pirata de Hauteville y descubrir que los únicos piratas somos nosotros. A veces. Nunca. Siempre. A veces.

La sonrisa cómplice de nuestra unión. La risa compartida de nuestro secreto.

Tu marcha. Mi ida.

La gastrodependencia por culpa de mi madre. La adicción a las cocas por culpa de la misma.

El paraíso entre arcos y bóvedas del siglo XVII; el paraíso de una madre para una madre hecha niña, que sigue necesitando sus abrazos. La cariñofilia de unos nietos enamorados de su grand-mère.

Desayunar el mediterráneo a una hora “decente”: llenarse la boca con miel de higos napolitanos y rematar con una orgía de manzanas y canela. Lo pagaremos caro … a plazos… como la vuelta al cole… y lo que nos importa.

Sentarse en la azotea, contemplar el bosque de olivos, escuchar su murmullo, observar la marea gris verdosa e intuir que este año la cosecha será un tsunami.

Sentirse poderoso y minúsculo a la vez, pasar las hojas de un álbum de fotos antiguas de señores con mostacho y damas con sombrero y que te hablen con descaro: “ La familia. Lo más importante, la familia”.

Bañarse en una balsa de un millón de litros de agua mineral. Sin burbujas. Sin rodajas de limón. Esmeralda y parda, hábitat de tritones y ranas, auténticos propietarios de todo aquel tinglado.

Mirar al cielo e implorar que algún día aprenda de mi heroínamadre, elabore mi propio oro líquido, me haga joyera y escriba allí muchas letras. Algunas novelas. Y muchos cuentos. O de todo un poco, pero buenos. Muy buenos. Estar dispuesta a pagar por ello. Lo que haga falta, Lou.

Celebrar las fotos que me envían la familia y amigos. Las alitas de pollo con patatas fritas y cervecita. Un atardecer de Cádiz entre arenas y levante. El verde insultante de Asturias. Los acantilados de Lugo al amanecer. El parque nacional de Tikal.

Lamentar que no me envíen postales y sin embargo, hacerlo yo desde el Loira, Feings o Levante. Y crecerme ante la dificultad de ajustarme al espacio, encontrar sellos y un buzón donde arrojarlas deseándoles buena suerte en su incierto viaje.

Y regresar a mi casa, para escuchar entre la persiana de bambú, la higuera y las adelfas, la voz paciente y tranquila del abuelo en la piscina enseñando al nieto a echar el agua por el tubo de bucear.

Y saber que el verano no tiene el mecanismo de un reloj pero sí cierta cadencia. Como el amor. Y eso, me sigue enamorando.

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