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El blanco de su recuerdo

“Yo no creo en la edad. Todos los viejos llevan en los ojos un niño, y los niños a veces nos observan como ancianos profundos” (*)

 

Deja que recuerde a la tata Serafina y su olor a ajo y perejil. Sus manos agrietadas con tantas líneas en las palmas como espigas tenía el campo. Su cara arrugada por cien batallas como pasas de uva blanca. Su pelo de nieve recogido en un moño de viuda, bajo y con espinas de horquillas. Sus mejillas coloradas a lo Heidi, signo irrefutable de una salud de hierro. Su cintura inexistente y sus piernas finas como agujas de punto que, milagrosamente, soportaban el peso de su orondo cuerpo, flanqueado por un mandilón de puntillas.

Deja que recuerde el olor a leche hervida de los desayunos de mi infancia. La llama naranja del gas butano sobre la olla de metal. En ese recipiente, Serafina hacía magia y los grados producían una espuma desafiante que subía descontrolada para desbordar el cazo.

Deja que recuerde sus frases cortas en valenciano de interior:

- “Ché, xiqueta. Assenta't ací mateix. Et vaig a portar la llet”

Y el sol de abril que atravesaba la cristalera del comedor de los abuelos, calentando sin compasión la estancia de mesa redonda estrellada, con ocho puntas hermanadas. Y las sillas de madera y enea desencoladas, que más que sillas, eran mecedoras…e invitaban a colgar los pies, juguetones y descalzos.

Deja que recuerde la mona de Pascua, “panquemao”, mojada en la leche tibia, haciendo esponja en el tazón de porcelana. Y las cucharas de plata vieja con las que pescaba los trozos para devorarlos como si el mundo se acabara.

Deja que recuerde la rebelión de mis hermanas por la nata: su ¡no pasarán! Y mi primera baza ganada al untármela en rebanadas de pan, espolvoreando una lluvia fina de azúcar blanquilla. Y cerrar los ojos e hincarle el diente para tornarme en señor bigotudo, blanco y sonriente.

Deja que recuerde a Serafina y la artesanía del requesón: apartaba el suero, envolvía el cuajo en una servilleta de tela fina de algodón y lo dejaba reposar, como la paella, hasta que adquiriera la solidez de la plastilina. Y de la nevera achaparrada y gordita, de sólo cuatro estantes enrejados, donde lo metía con muchísimo cuidado para refrescarlo.

Deja que recuerde cómo terminaba mi festín mañanero, entrando en la cocina luminosa y cegadora, y contemplando el sacrificio de dos conejos en manos de esa tata, con oficio de matarife doméstica. Les retorcía de un muñecazo el pescuezo, los desangraba con la impavidez de un carnicero, y les quitaba el pelaje sin aspavientos, como si de un abrigo se tratara. Y yo ni pestañeaba, porque sabía que eso lo había aprendido de su madre; y su madre de su abuela... y así hasta el infinito, ..sólo que al revés.

Deja que recuerde a esa mujer desdentada, parca en palabras, analfabeta de posguerra rural y tesorera del sentido común y las tradiciones de todo un pueblo encalado.

Deja que recuerde que mi niñez fue blanca. Como el mandil de Serafina. Como el ajo. Como la leche. Como la espuma. Como el sol de agosto. Como la porcelana. Como la nata. Como el azúcar. Como el requesón. Como los conejos. Como la cal. De eso, deja que me acuerde. Y no lo olvides tú. No los olvides.



(*) fragmento de Oda a la edad de Pablo Neruda. Dedicado a la primera edad, la de nuestros mayores. Por su respeto, cuidado y memoria.

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