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Digresión vacacional

  • May T
  • 5 sept 2017
  • 4 Min. de lectura

Por mucho que lo intente, soy incapaz de aficionarme al té. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…Y no será porque no lo he intentado. No sé a quién quiero engañar: soy de café…lo reconozco y si es con hielo, mejor. Me gusta hasta el golpe que el camarero le asesta a la máquina cuando desenrosca el filtro, lo vacía y los otros dos tac-tac que le propina al molinillo para volver a cargarlo, como si ordeñara una vaca en pleno Barrio de Justicia ( sin mirar lo que está haciendo, algo despreocupado y sin ninguna compasión). Siempre he sido una yonqui del café mañanero por más que me repita a modo de letanía que el té tiene más clase y es más digestivo y saludable (ble, ble, ble...).

Del mismo modo que soy más de bares, de tabernas y cafeterías de barrio donde hay música en directo que de locales de moda donde la gente habla en "play back" y de fondo se oyen notas enlatadas. Me gustan los bares, me gusta su vida y los discos de Quique González donde parece que acaban de partirle la cara o él acaba de dejar tirada a la última “Supergirl” que conoció tras un concierto.


Por mucho que lo intente, soy incapaz de aficionarme al agua con gas. Y no será porque no lo he intentado. Soy de vino y si es acompañada, de vinos (sola, sería tenida por “alcohó-loca”), incluso de tinto de verano, de quedarme de pie entre tapas de bravas, ensaladilla y aceitunas, de ponerme de puntillas y asomarme a la barra de mármol para que algún camarero sesentón con mandil (esos que saben tirar cañas) se apiade de mí y me ponga otro chato mientras le llamo chato y se sonríe.


Del mismo modo que soy de verano. Soy de trotar y respirar profundo en caminos de cabras con olor a romero y tomillo, sonido de chicharras y sin cobertura, donde poder torcerme un tobillo sin que aparezca el SAMU, SUMA o cómo demonios se llame; soy de no playear hasta la tarde, después de una siesta sin presiones ni límites…que empieza tímidamente con la conquista de un tramo de sofá y libro en vertical, hasta que el territorio se me queda pequeño y la horizontalidad del libro me da la excusa perfecta para tumbarme en una cama de sábanas de algodón, blancas y frescas. Una hora después (confesaré que a veces dos..) abro el ojo, he perdido el libro, me estiro como si midiera dos metros, escucho la vida concentrada a través de un par de graznidos de gaviota y compruebo que no ha sido una ilusión por la cagada que dejó en la terraza...así es el medio ambiente.

Por mucho que lo intente, en verano soy incapaz de desayunar, comer o cenar a una hora decente (entiéndase en el sentido decente que decían nuestras abuelas). Para ser sincera, hay cosas para las que no estoy diseñada. Y ésta lo es. Porque esa es mi rebeldía, es mi libertad, es mi lujo, es mi pequeña gran obra diaria…tanto es así, que me enorgullezco de ello y cuando alguien me mira raro porque comemos a las cinco de la tarde, le devuelvo una mirada compasiva que se traduce en un “Oh, pequeño ignorante inmortal que no cambia de hábitos y no sabe lo que es la felicidad del caos”. Puede que suene algo despectivo..pero así es. En el fondo, todo es culpa de mi madre. Primero, porque alguien siempre debe tener la culpa de nuestras propias acciones. Siempre. Y si en tu caso no es así, es porque no te has parado a buscar el culpable...que haberlo, “haylo” y más en este bendito país nuestro. Y segundo, porque el cosmos me regaló una madre a la que siempre le dio pena despertarnos en vacaciones. Yo he seguido la misma práctica con mis hijos especialmente en verano, como si del undécimo mandamiento se tratara (“No despertarás ni a tu hijo ni a tu hija sobre todas las cosas”) y tengo una buena excusa: lo que dice una madre, es sagrado.

Del mismo modo que cuando llegan las vacaciones, desnudo mi muñeca y advierto a mis hijos que nos regiremos por nuestro reloj biológico(que suele ser el mío); es decir, el de tener o no tener sueño y el de tener o no tener hambre (todo muy animal y paradisíaco y si no, que alguien me desmienta que Adán y Eva vivían así). Amanecemos: en su caso y estando aquejados de “adolescencia” casi a mediodía; desayunamos: en su caso, casi se solapa con la comida; reposamos: leemos, vagueamos, “movileámos” (¿llevará tilde?), disimulamos haciendo la cama; nos bañamos: hacemos el pino bajo el agua, buceamos entre el manglar de nuestras piernas o nos hacemos unos cortos en la piscina; y con eso ya tenemos un buen pretexto para comer. Sesteamos y luego llega el momento esperado del día: atardecer en la playa hasta que anochece y no sabemos ni dónde hemos dejado las toallas, ya transformadas en cartón a finales de agosto. Esas son las dos horas más mágicas y espirituales del día…hasta que el cuerpo (que no el espíritu) te da el alto… porque el cuerpo en verano es un gran sabio y te avisa de que hay que ir a por un helado para decorar de churretes estalactíticos la mano y atestiguar que este año el cambio climático se nota hasta en el deshielo de la leche merengada combinada con turrón.


Y todos los años vuelvo a caer en lo mismo: por más que lo intente no conseguiré detener el tiempo, ni aun clavando un STOP bien grande al otoño en la salida 21 de la A-9, ni impedir que entre en mi vida a finales del mes de septiembre…por más que me entregue al dios del caos vacacional (el dios “VAGUS”) y le ofrezca mi vida como Fausto se la entregó al diablo, en mi caso a cambio del eterno verano de temperatura caribeña. Todos los años lo deseo, todos cierro fuerte los ojos y lo sueño y todos, inexorablemente, fracaso. Sin embargo, en realidad, lo que no sabe el otoño es que, en el rincón más íntimo de mi ser, siempre lo aguardo porque sé que lo mejor me espera el próximo verano. Y mi fracaso me sabe a triunfo. Como el tuyo.


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