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Otra Margarita

Ya no había nada por lo que soñar esa noche. Ni siquiera, estar viva. Ni siquiera, su muerte; inocente “hatillo” de vida. Y no sé si el Todopoderoso me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere… o sigue jugando con los pétalos de esta margarita que deshoja una y otra vez y queda sola, desnuda y abandonada.

 

Una mujer como yo, sin familia, sin apellido, sin oficio, sin dinero, era menos que la nada; ni tan siquiera la anodina niebla que difumina al amanecer el bosque, para luego disiparse como si nunca hubiera existido. No me volvía invisible porque lo era de por sí. Siempre lo fui. Era mi naturaleza. Margarita “la invisible”.


Ya desde niña en el Pazo de los Xunque Castro nadie me miraba. Me tenían prohibido traspasar el umbral del comedor. Patio, corral, lavadero, cocina y comedor eran mi coto. El ama me llamaba Rita (le daba pereza pronunciar mi nombre completo) y cuando Rita pasaba al comedor a servir la mesa, de tan silente y escuálida que era, lo hacía como un fantasma. Así crecí, cual alma en pena en lugar de niña.


El día que me hice moza, víspera del nacimiento de nuestro señor Jesucristo, el ama hizo pote para el servicio y esa misma noche, el señorito del Pazo me puso el yerro con las iniciales de la familia Xunque Castro sobre el muslo, haciéndome res de su ganadería y advirtiendome que, de aquello, “ni media”.


Esa madrugada, como algunas piezas jóvenes y bravas de ganado hacían de cuándo en cuándo, me escapé del Pazo saltando la valla, no sé si por instinto ante lo que vendría después, si por rebelarme ante la autoridad del patrón o por sentirme dueña de mi propio destino; ese que me trajera alguna dicha, ya que a mis 14 malvividos años no había sentido ni una sola brizna de felicidad que despertará mi endeble corazón; y sin embargo, naturalmente, como estúpido ser humano imbuido de esperanza, me resistía a creer que no tuviera derecho, al menos, a una alegría en lo que me restaba de vida.

La yerra del patrón me salió cara: quedé preñada y el día de San Lorenzo del año siguiente se me cayó un niño de entre las piernas cuándo andaba recogiendo patatas en los campos del Marqués de Pardo Urbinha. Como tenía miedo de perder mi jornal, había ocultado mi gravidez hasta el final con sayas y mandiles que disimularan mi vientre. Lo que nunca imaginé es que mi cándido hijo, de pura hambruna, saldría disparado a esta vida un mes antes de lo augurado por la meiga de boj. Cuando el crío descubrió que de manjares su madre no andaba sobrada y un día después de ser bautizado como Ángel, cerró los ojos, se me acurruco contra el yermo pecho, dejó de respirar e hizo el viaje solito, de regreso al cielo del que nunca debió salir.


Lo enterré bajo el hórreo del huerto del cura porque no tenía ni un céntimo para un nicho al que grabarle una lápida. Don Cipriano, ataviado con sotana y estola morada, bendijo la tierra sobre la que reposa aquel hijo mío, se apiadó de mí por ser conocedor de todas mis confesiones y penalidades y me recomendó para que marchara a la capital y trabajara al servicio de una buena y pudiente familia: los señores de Medas. Me entregó dos perras gordas y me conminó a que tomará la carreta del día siguiente a Coruña sin perder tiempo ni vida.


Fue en aquella carreta donde conocí a Manuel. Era maestro de escuela y sonreía al mirarme. Me miraba y me miraba…Eso me bastó. Por primera vez, caí en la cuenta de que había dejado de ser invisible. Margarita ya no era un espectro.


Sobra decir que nunca llegué a la casa de los señores de Medas.


El día que conocí a Manuel, coincidió con el día de mi nacimiento y me sentí tan viva como el volcán más activo de la tierra. A la mañana siguiente, vi por primera vez el mar, que como decía Manuel, era más un océano, por ser Atlántico (esto me lo aclaró días después). Allí mismo, junto a la Torre de Hércules, decidió bautizarme, sin oficiante ni clérigo porque Manuel decía que lo de los oficios reservados a la Iglesia eran pamplinas y que su sacramento era tan válido como el que más. Manuel era muy listo y más valiente todavía. Vivíamos en su modesto piso de la calle de Santa Lucía. Yo me encargaba de la casa y cosía como modistilla algunos encargos de las casas del barrio alto de Zapateira. A coser y zurcir aprendí en el Pazo y se me daba bien. Algunas tardes venían amigos de Manuel a reunirse en nuestra salita y charlar sobre “el panorama del país” (como decía él) y escribir cuartillas en letras grandes para repartir e informar a otros que no tenían la verdad al alcance de su mano. Eran todos maestros y gente letrada y culta que se andaban siempre prestando libros e intercambiando números de una revista llamada “El Corsario”. A mí me encantaba escuchar sus monsergas y coloquios desde nuestro dormitorio, aunque no entendiera nada. Supongo que pensaba que todo eso me haría más inteligente.


Manuel me enseñó a leer, por no faltar a la verdad, con mucha más paciencia y sacrificio que dicha. A menudo, cuando yo perdía los modos, él me decía cariñosamente tras besarme en los labios: “¡Ay Margarita!, de tan rebruta que eres, aprenderás a leer antes de que termine el año”. Y así fue.


Un mal día de noviembre, dos guardias de uniforme vinieron a buscarlo. Lo supe porque me lo dijo la vecina. Era sábado, a una hora temprana. Yo había salido al mercado a comprar berzas y a la lonja a por sardinas. Manuel debía estar afeitándose a navaja cuando irrumpieron en el piso: el lavabo tenía estancada el agua tibia con jabón y sobre la repisa permanecía de pie la brocha de pelo que le había regalado, todavía con espuma. Debieron ser los únicos testigos de su detención. Faltaba su chaqueta y la gorra plana que tan apuesto le hacía.


Fui a la Comandancia a ver qué podía averiguar o al menos, que me dejaran verle, pero no conseguí nada. Sólo me dijeron que Manuel no estaba allí. Había sido detenido por anarquista y trasladado a la Capitanía de El Ferrol. Yo no entendía nada.


De regreso a nuestro pisito de la calle Santa Lucía me sentí desfallecer. Privada de la mirada de Manuel, prefería estar presa o muerta; lo prefería, antes que vivir sin el espejo que me vio nacer. Así que, sin saber de dónde saqué las fuerzas ni el arrojo, embarqué en un vapor rumbo a Ferrol en su busca. Cuando llegué a la Capitanía, solicité hablar con el oficial al mando aduciendo que contaba con información relevante sobre “anarxistas” en Coruña. El sargento me corrigió – “se dice anarquistas, campesiña”- y me hizo sentar en una bancada hasta que una hora después me recibió el oficial al mando.


Pasé al despacho y comenzó mi relato de los hechos:


- Soy todo oídos, señora. Como le habrán dicho, Manuel Porriño es el cabecilla de una organización anarquista y ha cometido delitos muy graves como promover levantamientos campesinos que atentan contra el Estado. Estamos a la espera de la resolución con su condena.

- ¿Sabe cuál es la mayor condena, oficial? La mayor condena es estar muerta en vida; y esa es la mía. Me llamo Margarita y hace unos meses maté a mi único hijo con estas manos. Si ese Manuel Porriño que usted dice hubiera estado conmigo, nada de aquello habría sucedido. Manuel me faltaba desde siempre y ahora que lo tenía, se me lo han llevado y le acusan de no sé qué cosas terribles. El frío se apodera de mi casa y la humedad de todos los rincones del alma. Nada duele tanto como el frío y la humedad, señor. Eso y la ausencia del hombre de la casa te entierran en el pozo más profundo que existe: el de la amargura… del cual es difícil salir, aunque grites. Y eres capaz de cometer locuras que jamás imaginaste.

- Margarita, salvo que lo que usted venga a contarme sea algo que haga al juez replantear el asunto sobre el encausado, no alcanzo a entenderla. Explíquese.

- No teníamos qué comer, no teníamos qué echar al fuego…Podía haber llevado al niño a la inclusa de Coruña, pero yo vivía en una aldea perdida y no tenía ni una moneda para la carreta. Y ¿qué vida le habría esperado a ese hijo mío? Hoy en día sobran niños y faltan hombres. Hombres como Manuel. Y yo sola no tenía fuerzas para criarlo, pero tampoco tenía cuerpo para ver morir de hambre a mi hijo…

- Sigo sin comprender nada, señora.

- Antes le quito la vida, me dije. Y así lo hice. Está enterrado bajo el hórreo del huerto del cura de Cariño. Pregúntele a Don Cipriano. Él les confirmará mi historia salvo que nunca confesé el asunto… hasta ahora. Así que, háganme presa. Sin un hombre como Manuel, es peligroso que alguien como Margarita ande suelta.


(* )Los lienzos aquí incluidos se realizaron por el Maestro Joaquín Sorolla Bastida entre 1892, "Otra Margarita"( sobre estas líneas) y 1895, "Madre" (el primero).










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